Cada vez entiendo menos la distancia estratosférica que separa generalmente a los catalanes de Zaragoza, con la que compartimos durante seis siglos la confederación de la corona de Aragón. No deja de ser en la actualidad la capital autonómica más próxima (de Barcelona a Valencia por carretera hay 365 km y a Zaragoza 300 km). Sin embargo en la conciencia de la mayoría de catalanes es como si se tratase del planeta Marte. La travesía intermedia del desierto estepario de los Monegros, de ocres requemados y grises calcáreos, o la macrocefalia urbana de Zaragoza (665.000 habitantes, el 50% de todo Aragón) en comparación
con Huesca y Teruel me parecen razones muy relativas, contrapesadas por otras como la Franja aragonesa catalanoparlante o el dinamismo actual de Zaragoza. Aragón forma parte geográfica del este peninsular que bascula sobre el Mediterráneo, igual que Catalunya o Valencia, pero las relaciones cotidianas con los aragoneses son mínimas, por no decir inexistentes.
Una de las primeras audiencias oficiales que concedió el actual president de la Generalitat, Carles Puigdemont, fue el 23 de febrero del año en curso al presidente autonómico socialista aragonés, Javier Lambán, a petición del segundo, quien propugnó un acercamiento entre ambas comunidades autónomas limítrofes. El president catalán le comunicó en aquel encuentro que no pensaba devolver las 97 obras de arte en litigio del monasterio aragonés de Santa María de Sijena (Huesca) depositadas en el MNAC ni las 113 de las diócesis leridanas que en 1995 pasaron a formar parte por decisión eclesiástica de la nueva diócesis aragonesa de Barbastro-Monzón y que se encuentran en el Museo de Lleida, actualmente en proceso judicial recurrido por la Generalitat ante el Tribunal Supremo.
Al mes siguiente se reunieron en Zaragoza los consejeros de Cultura de los dos gobiernos autonómicos y pactaron el retorno a Aragón de 53 de las 97 obres de Sijena que no están catalogadas ni expuestas en el MNAC. En abril la Generalitat suspendió el acuerdo de entrega. Que un asunto de esta escasa magnitud envenene las relaciones entre dos comunidades vecinas y las coloque en un terreno de sensibilidades viscerales, indica aquella distancia estratosférica consolidada.
De vez en cuando tomo el AVE y me apeo en Zaragoza. Me gusta pasear por el carril peatonal del Puente del Tercer Milenio sobre el Ebro, visitar el museo Goya en el centro de la ciudad y, más aun, la Fundación José Antonio Labordeta, dedicada al hombre que tuvo el honor de mandar literalmente a la mierda desde la tribuna del Congreso de Diputados a la mala educación de la bancada parlamentaria del PP y escribir, cantar y popularizar una canción tan aparentemente sencilla y en realidad tan grandiosa que proclama: “Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad”.
Aquel día nos partiremos de risa a propósito litigio envenenado de las obras de arte eclesiásticas y también de la distancia psicológica que nos ha separado de Zaragoza como si se tratase del planeta Marte.
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