Las grandes cafeterías clásicas de Barcelona y otras ciudades europeas cerraron hace tiempo. Los réquiems y lamentos ya fueron escritos en su momento, por el papel que jugaban de centros de reunión y sociabilidad. Ahora hay muchísimos bares y pocas cafeterías. No significa que no subsistan algunas, incluso a veces con una vitalidad que roza la plenitud. Cada uno debe tener presente su excepción propia y predilecta. Yo pienso en el nervio, el vigor que sigue presentando el Caffè dei Constanti en el centro histórico de Arezzo, en la Toscana, abierto en 1804 y reformado en 2007 con un respeto poco frecuente por la decoración original en sus grandes salas de espejos murales, el pavimento de mosaico y los arcos ribeteados de mármol. Es un
punto de encuentro insorteable de autóctonos y forasteros. Su terraza constituye el atrio de facto de la basílica de San Francisco, visitadísima por el ciclo de pinturas murales realizadas al fresco por Piero della Francesca durante el siglo XV, el rutilante Quattrocento renacentista toscano.
punto de encuentro insorteable de autóctonos y forasteros. Su terraza constituye el atrio de facto de la basílica de San Francisco, visitadísima por el ciclo de pinturas murales realizadas al fresco por Piero della Francesca durante el siglo XV, el rutilante Quattrocento renacentista toscano.
La visita de las pinturas se ve sometida a unos horarios grupales y unas limitaciones visuales que no facilitan el grado de emoción que desprenderían en otras condiciones. Esa emoción, en cambio, se reencuentra de inmediato en la terraza o el interior del Caffè dei Constanti, situado justo enfrente. También se puede almorzar o cenar, así como probar su acreditada pastelería y heladería. La vivacidad humana y el confort hospitalario del establecimiento lo ha acabado convirtiendo a mis ojos en la auténtica basílica donde entender, amar y recordar los frescos de Piero della Francesca.
Algunas de las cosas que escribió Josep Pla sobre Arezzo --sobre el mundo entero-- son hoy obsoletas, caducadas. Sin embargo la avidez perceptiva de su estilo literario despierta una atracción de lectura bien vigente, recomendable y compartible. En el volumen Les escales de Llevant, dijo: “Siempre con el Vasari bajo el brazo, hemos acudido a Arezzo. Arezzo es la patria --como quien no dice nada-- del Petrarca y de Pietro Aretino. Es una gran población agrícola, de un aire campesino muy acusado, la auténtica capital de la baja Toscana. Celebra dos grandes mercados semanales y varias importantes ferias en las que el volumen del negocio es considerable. Es la población italiana en que se come la mejor carne. El arrosto di vitello es aquí inolvidable. En las posadas, cafés y trattorie hay siempre un gran movimiento de marchantes de ganado con aquella pizca de estiércol de cuadra que el oficio pone en las fuertes suelas de sus zapatos. La gente es muy animada, habla con jocundidad, aspirando las haches. En verano –hace mucho calor-- la vida es agradable. Al atardecer, en los cafés, hay música sentimental. Los helados, en las terrazas, son sabrosos. Las señoras tienen una vivacidad plena, una fascinación picante. Hay un gran paseo de plátanos donde, por la noche, los aretinos dicen a las aretinas palabras dulces y murmuraciones suaves. Al final hay un monumento al Padre de la Patria. Las vacas y terneros mugen un poco más allá...”.
No habla del Cafè dei Constanti, seguramente porque no se puede hablar de todo. O quizás también para dejar algún tema disponible a la libertad de elección de quienes acudimos después de él.
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