Al premio Nobel de Literatura se le acumulan últimamente las negativas de galardonados a acudir a Estocolmo para recibirlo: la escritora austríaca Elfriede Jelinek alegó en 2004 que padecía fobia a los actos públicos, Harold Pinter en 2005 que se hallaba hospitalizado, Doris Lessing en 2007 y Alice Munro en 2013 su avanzada edad. Ahora Bob Dylan dice que el 10 de diciembre tiene otros compromisos. Es probable que la auténtica razón haya sido en todos esos casos la enorme incomodidad que causa a algunas personas el ceremonial pomposo que otras viven seguramente como la culminación de su vida. A los primeros les
entiendo perfectamente, a los segundos los observo con frecuencia.
entiendo perfectamente, a los segundos los observo con frecuencia.
El caso de la escritora canadiense Alice Munro me interesó particularmente, como ya lo habían hecho sus relatos. La autora, entonces de 82 años, envió a la hija a recoger el premio por no abandonar su mundo y el de su literatura cotidiana que siempre ha sido la comarca apartada del condado de Huron, en la provincia de Ontario.
Al margen de los motivos de salud que alegó, la decisión de no viajar resultaba plenamente coherente con el estilo que le valió el reconocimiento, incluso con el talante de Canadá en general, un gigante afortunado desprovisto de ínfulas. Como afirma el dicho, “Un canadiense es un norteamericano sin armas y con Seguridad Social”…
Los cuentos y relatos cortos de la Munro reflejan un paisaje humano intenso y casi secreto que late bajo las apariencias rutinarias, de modo que en los dorados palacios de la corte sueca su presencia habría contrastado mucho. Releer sus relatos todavía me procura el mismo impacto de sorpresa que me causó la primera visita a Canadá, empezando por la ciudad de Vancouver a la que me llevó el encargo de escribir un reportaje.
El dinamismo de un país acostumbrado al melting-pot racial convivía estrechamente con la grandiosidad de la naturaleza, que allí estalla con intensidad vivísima. En el centro urbano de Vancouver se ve y escucha la actividad de las factorías aserradoras de madera en la ladera de las montañas inmediatas.
Los relatos de Alice Munro evocan esos contrastes canadienses –y universales-- entre las apariencias de la supuesta vida beata de provincias y su fragor interno. Que la escritora no recogiera personalmente el Nobel en Estocolmo era otra forma de relatar, de expresarse sin salir de casa. Imagino que el caso de Bob Dylan apunta en una dirección similar.
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