Hoy es el solsticio de invierno, el comienzo de la estación que concluirá el 21 de marzo con la llegada de la primavera. Los días de solsticio me despiertan una curiosidad especial, lo reconozco, porque demuestran la capacidad de regeneración del tiempo, de la vida. El solsticio de invierno significa que las noches empiezan a ser mas cortas, que no es poco. El frío del invierno no es un frío moral ni representa ninguna desgracia. Es la estación del solcito más suave y las lunas más claras, la estación que se acurruca para alimentar un nuevo florecimiento más adelante. En invierno florecen los almendros, las mimosas, las alcachofas y los erizos de
mar. En las playas invernales pueden darse unos paseos fabulosos.
En una ocasión me encontraba el día del solsticio de invierno en Estocolmo y me va sorprendió que los habitantes se declarasen muy desconcertados porque llevaba cinco inviernos sin nevar como antes. Helaba como siempre, con vehemencia, pero no nevaba. No me habría llamado la atención si no hubiese sido por la explicación que recalcaban.
Lo que les preocupaba es que generalmente la capa de nieve reverbera, afila la avara claridad de dia de invierno escandinavo, duplica el efecto visual de los rayos de sol que los suecos cuentan casi como los céntimos en la libreta de ahorro. La incomparecencia de la nieve contribuía aquel año a los tonos mortecinos del paisaje desprovisto de la capa de blancura. Sin nieve se encontraban más apagados, desdeñados, inseguros.
Me intrigó el culto de los suecos a la claridad diurna, como si fuese el eje sobre el que pivota su tono vital, más adoradores del sol que los sicilianos o los polinesios porque saben lo que cuesta el divorcio. No se adaptan a las noches blancas ni al crepúsculo de mediodía. Se aferran al sentido común meteorológico a fuerza de fantasía.
La inadaptación les redime, la resistencia a aceptar la realidad les preserva de sumarse a la anomalía. Los escandinavos practican una teología del sol. Las fiestas más señaladas son el solsticio de verano, que marca el arranque del poético incordio de las noches blancas, y el solsticio de invierno como entrada en la otra expresión pendular del desarreglo: el prematuro crepúsculo cotidiano.
Pero el sol también sale cada día para los suecos, con independencia de la rapidez con que se lo repiensa. He visto la ciudad de Estocolmo a pleno sol en invierno, un sol luminoso y satisfecho, aunque fuese escandalosamente oblicuo y con el termostato al pairo. La belleza siempre se detecta más en los matices, en el trabajo sobre el prodigio en bruto.
El cielo escandinavo es un maestro en matizar el prodigio de la luz mucho más allá de la simplicidad básica del blanco o el negro. La maestría consiste en el arte de apreciar un bien escaso que la cultura greco-latina no necesita medir, como el aire del cielo o el agua del mar, aunque el sol helénico sea una losa de plomo y el Mediterráneo una cuenca incierta.
Ningún monumento de la capital sueca me pareció tan característico como su luz, el abanico de claridades convertido en cultura de la luz. Le añado la luz eléctrica, encarnada en las ventanas de las casas. En muchas ciudades nórdicas prescinden de cortinajes y proyectan al exterior con deliberada franqueza la claridad interna de la vivienda, como para disculpar el vacío de la calle y recordar que la vida sigue su curso activo detrás de los cristales. Ponen un visible interés en decorar las ventanas, cuya iluminación se convierte en una constelación de rechazo frente a la inclemencia exterior.
Han hecho de la luz una ilusión. Como todas las ilusiones, despierta una complicidad enternecida. Afortunados los pobres en luz, porque sabrán apreciar su vitalidad y sus matices. La claridad del solsticio de invierno en Estocolmo establece un admirable contraste entre la fantasía del hombre y la indiferencia del cielo, representa una victoria de la capacidad del hombre para creer que puede modelar su destino.
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