Después de Josep Pla, uno de los escritores más finos que han dado las comarcas gerundenses es Quim Curbet, autor de aquella pequeña delicia del 2013 titulada El viatge del gironauta, donde describía cada uno de los 207 pueblos que recorrió de la demarcación. Ahora acaba de publicar otra, cortada sobre el mismo patrón. El Ter, crònica d’un riu resigue todos los pueblos, del nacimiento hasta la desembocadura. Su literatura siempre seduce, aunque sigue presentando dos inconvenientes graves: Curbet no tiene sed de poder dentro de los cenáculos que reparten el prestigio y, a diferencia del coetáneo gerundense Miquel Pairolí, todavía no ha fallecido y por consiguiente no recibe la cuota habitual de reconocimiento post-mortem. Escritor,
articulista, editor y fotógrafo, es una persona amable, activa y generosa, con la que a veces discrepo de forma pacífica o, más a menudo, arrincono las discrepancias en favor de muchos otros puntos de entendimiento. Saber discrepar de modo mutuamente enriquecedor es una forma elevada de convivencia, el zócalo de la democracia, un placer voluptuoso que los dogmáticos desconocen.
articulista, editor y fotógrafo, es una persona amable, activa y generosa, con la que a veces discrepo de forma pacífica o, más a menudo, arrincono las discrepancias en favor de muchos otros puntos de entendimiento. Saber discrepar de modo mutuamente enriquecedor es una forma elevada de convivencia, el zócalo de la democracia, un placer voluptuoso que los dogmáticos desconocen.
De vez en cuando Curbet y yo nos encontramos para salir de excursión. Sus predilecciones paisajísticas no siempre coinciden con las mías, sobre todo cuando ante le antigüedad rural él entra en un estado de fervor que yo no siento.
No hace mucho escribió que somos una tierra de ermitas y me pareció discutible, pero su relato era admirable: “Son lugares solitarios por definición, que la luz de la luna siempre envuelve entre nubes fosforescentes y el sol de cada mañana enciende con tonos de rosado y malva. No hay camino que no lleve a una ermita y no hay pueblo que no celebre en ellas una romería. A veces me siento, antes que nada, habitante de esta tierra con ermitas y me despierto cada día con una lágrima de rocío cayendo párpado abajo y un regusto de piedra en la boca que me hace escribir artículos come este”.
A mi las ermitas, en general, me conmueven menos. De modo que un día escoge él el punto de excursión, otro día escojo yo, y así coexistimos satisfactoriamente. Ayer mismo, sin ir más lejos, fuimos a rendir honores a la “escudella i carn d’olla” de los jueves en el restaurante olotense Les Cols, en la versión democrática de 18€ el menú.
En el camino nos reencontramos con la coca de pan y azúcar hecha al horno de leña de Can Bataller en Hostalets d’en Bas, esponjosa y mullida. Con las fuerzas acumuladas aun tuvimos tiempo para subir al volcán recreativo del Montsacopa.
Más que una tierra de ermitas, somos una tierra de restaurantes, aunque Curbet no lo quiera reconocer. No vamos a discutir por eso. Lean El Ter, crònica d’un riu y paladeen esa “escudella i carn d’olla”. Es lo que cuenta, así como salir de vez en cuando a espantar moscas con personas como él y sus libros.
La calidad de El Ter, crònica d’un riu es fruto de la discreción activa de Curbet. No ha pretendido emular la summa theologica del germanista Claudio Magris en el libro El Danubio. Sin embargo no debería confundirse la discreción con la debilidad. Entre uno y otro libro se da la misma diferencia que entre la alta cocina esferificada y la “escudella i carn d’olla” de los jueves en el restaurante olotense Les Cols. Hablemos, pues, de cosas importantes.
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