Al comienzo de la “mani” de ayer, en la esquina de los Jesuitas de la calle Caspe, me sorprendió sentir en los poros de la mejilla un incipiente airecito de primavera. Poca cosa, una sensación tenue pero clara, incipiente pero sin confusión, un pálpito tibio, un vuelco atmosférico repentino y cumplidor. También huidizo, volátil, como un rubor fugaz y reticente. Me detuve un instante, embelesado y perplejo. Hay detalles que merecen una pausa y elevan el espíritu. Respiré hondo para confirmar que no era una pulsión lírica mía, una predisposición personal, una sugestión entusiasta y
ávida, un wishful thinking invocado a título propiciatorio.
No, no. Era un soplo de aire de primavera, un tremolo ceñido al principio de realidad, un clima más endulzado de aristas, menos bronquítico que las semanas anteriores. Lo saludé con un brinco del corazón, sin confiarme en exceso, aunque saboreando su punto acerado de vitalidad.
ávida, un wishful thinking invocado a título propiciatorio.
No, no. Era un soplo de aire de primavera, un tremolo ceñido al principio de realidad, un clima más endulzado de aristas, menos bronquítico que las semanas anteriores. Lo saludé con un brinco del corazón, sin confiarme en exceso, aunque saboreando su punto acerado de vitalidad.
La mimosa y los almendros ya florecieron, los sembrados deben empezar a lucir un vello púber y las matas de habas a despuntar las flores blancas. Pronto el ruiseñor se dejará oír de noche en el bosque con una melodía en crescendo, poco después del primer reclamo del cuco. Ayer a primera hora de la tarde sentí en la mejilla la premonición de todo eso y me pareció solvente.
El sol aun tímido contrapunteaba los lúcidos grises del invierno con una destreza de trazo capaz de convertir la sobriedad en un lujo plateado. El sol de invierno es el de mayor mérito, el que administra mejor su fuerza.
Fue un simple instante, pero la sensación de que el aire empezaba a cambiar me pareció inequívoca. La primavera quiere acoger.
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