17 nov 2017

La ermita no es nunca el principal objetivo, aunque lo parezca

Ayer fui a caminar y a comer con el amigo Josep Lloret al macizo de las Gavarres, a la ermita dels Metges de Sant Cebrià de Lledó y su restaurante de montaña anexo. Era antiguamente el centro de una trentena de masías diseminadas, hoy deshabitadas, excepto Can Cama justo al lado de la iglesia, con su almez centenario. Ahora se va por el restaurante y la vista panorámica, si hace buen día y sopla un poco de tramontana, sobre el Gironès y el Empordà, del cabo Norfeu hasta Begur, el golfo de Roses, el llano del Ter y el Daró, el Montgrí y las islas Medes. El nombre tan poco usual de los Metges no es reciente. Hace referencia a San Cosme y San Damián, los Santos Médicos, mártires de las persecuciones del emperador
romano Diocleciano el siglo IV en Cilicia (actual Turquía). La base de la ermita es románica, aunque el campanario y todo el resto visible procede de la reforma del siglo XVII.
Sea del siglo que sea, todo es muy antiguo. Hasta lo parece la despoblación humana del siglo XX a raíz de la mecanización de la agricultura y la caída del rendimiento de las labores del bosque. La belleza de un paraje despoblado, incapaz de dar de comer a sus hijos, suele atemperar mucho mi admiración. Pienso que no la merece. 
Algunos de los amigos con quienes salgo a caminar y a comer experimentan una inclinación magnética hacia las ermitas que yo no me explico. Quim Curbet escribió en su serie periodística Barretades: “En nuestro país todo nos vino del mar, menos las ermitas que ya estaban. Estoy seguro que 600 años antes de Cristo, al llegar por primera vez los griegos a nuestras costas, las ermitas ya existían, porque surgieron de la tierra mucho antes, cuando se formaron las primeras colinas, las primeras montañas” (“Terra amb ermites”, Diari de Girona 15-12-2016). 
Reconozco que estas viejas iglesias suelen encontrarse situadas en puntos de una belleza natural indiscutible. Cuando han sido restauradas, representan con frecuencia un monumento histórico de valor. Sin embargo tiendo a magnificar más otros atractivos del paraje y del encuentro. 
Josep Lloret fue de 1980 a 2007 el director del veraniego Festival Internacional de Música de Torroella de Montgrí. El vuelo que imprimió al certamen desde una localidad de tan solo 11.000 habitantes no impide a Josep Lloret seguir siendo hoy una persona llana, amable y discursiva, un compañero ideal de caminata y sobremesa. Eso, para mi, tiene más valor que la ermita y la vista panorámica.

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