Ayer fuimos con el amigo Quim Curbet a celebrar una de nuestras reuniones de trabajo al restaurante Can Xifra de Cartellà, en el bosque del municipio de Sant Gregori, en plena Vall de Llémena, a solo 7 km de la ciudad de Girona. De paso rendimos honores al pota-i-tripa de la casa y al legendario conejo a la rabiosa de la abuela cocinera Rossita Sureda. El conejo de ayer conservaba el punto de gracia y alegría de los grandes mitos culinarios del bosque, guisado como una exquisitez, un plato de fiesta. Llamarlo conejo de bosque equivale a reconocer que en la actualidad son de granja, engordados en jaulas con pienso rápido. Algunos productores intentan retornar al conejo de bosque a medias: los crían con hierbas silvestres
empacadas y secas, aunque necesiten más tiempo. En el mundo actual los múltiples oficios y animales ligados a la vida en el bosque han dejado paso a la despoblación, las segundas residencias y los restaurantes campestres a los que acudimos como a un confesionario, para inocentarnos.
empacadas y secas, aunque necesiten más tiempo. En el mundo actual los múltiples oficios y animales ligados a la vida en el bosque han dejado paso a la despoblación, las segundas residencias y los restaurantes campestres a los que acudimos como a un confesionario, para inocentarnos.
El conejo mediterráneo es un roedor herbívoro, un velocista saltarín y un animal boscano por definición. Criados en jaulas se convierten en otra cosa de aspecto similar, pero su carne blanca pierde el aroma del bosque. Echa de menos la libertad.
Los guisos de conejo a la cazuela, con sanfaina, a la rabiosa (en Italia dirían alla puttanesca), a la mostaza, en escabeche, al horno con caracoles y allioli o bien dentro de un mar y montaña con sepia, bogavante o centollo, adolecen todos de la calidad actual del conejo, del perfume de bosque perdido.
Le mantuve una larga fidelidad. Durante muchos años lo utilicé como recurso de comidas improvisadas, cuando aparecían por casa un número de comensales imprevisto. En tales ocasiones corría a la rotisería, compraba un par de conejos al ast, pedía que los trocearan y en casa ligaba con leche y un chorrito de licor una salsa de mostaza al estragón. La receta y la estratagema me hizo quedar bien, con poco rato de preparación, en repetidos compromisos.
Ahora me inclino por otra receta: pongo el conejo crudo y troceado en la cazuela, salpimentado con cebolla, cerveza y una buena ralladura de jengibre. Una hora de hervor a fuego lento hace la cebolla cremosa, la salsa densa y el jengibre fragante, pero la carne del conejo sigue sin ofrecer el gusto de bosque que era su razón de ser.
El de ayer en Can Xifra era un auténtico superviviente, con aquel punto de gracia y alegría que acabo de apuntar.
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