15 jun 2021

Los griegos llamaban ataraxia a la vieja sonrisa de los dioses

Ayer pasé toda la mañana sentado sin hacer nada en una silla de balcón frente al mar. El hecho me procuró un placer desconocido. No intenté descifrarlo ni entender qué debía entender. Solo aferré la sensación física, corporal, del placer de no hacer nada sentado en la silla de balcón frente al mar durante unas horas seguidas. La situación acabó por despertarme un impulso de ternura, me alejó de los días heridos de indiferencia y me llevó a la ausencia de preocupación que los viejos griegos llamaban ataraxia. El escenario atesoraba luces y aires distintos a lo largo del paso de las horas, con la arbitrariedad de la vida cuando se muestra capaz de alzarse con una pureza de tono audaz, cargada de matices y poco inclinada a luchas subterráneas del espíritu. La mañana aparentemente inactiva frente al mar resultó más reveladora y productiva que tantos otros esfuerzos de la voluntad.
Tiempo atrás ya experimenté esa sensación repentina que los viejos griegos llamaban ataraxia, pero solía segregarla yo solo ante algún escenario privilegiado. Alcanzarla ayer en compañía de otra persona me pareció doblemente excepcional. No era tan solo la atmósfera, el escenario, la lasitud del ánimo serenado, el efecto de perspectiva de las horas amables ni la fe invertida en el vigor de algunos sentimientos. Más que compartir el techo, la mesa o el dormitorio, alcanzar a compartir el silencio y que eso resulte revelador y productivo me despertó aquel impulso de ternura y una sonrisa vaga muy cercana a la auténtica sonrisa de los dioses.

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