8 mar 2017

Fundaciones por el medio ambiente que cierran y otras sensaciones intrauterinas

Un final traumático amenaza dos de las tres fundaciones nacidas en Catalunya los años 90 para defender el medio ambiente mediante la compra de terrenos privados y la rehabilitación para uso público. La Fundación Natura se encuentra en preconcurso de acreedores, tras haber recuperado el Estany de Sils y creado la Casa del Oso del Pirineo en Isil, entre otras acciones (llegó a tener 19 empleados y delegaciones en Barcelona, Madrid y Lleida). La Fundación Terra, por su lado, ha cesado la actividad por falta de recursos, después de impulsar múltiples iniciativas. Tan solo subsiste en este terreno la Fundación Territorio y Paisaje, adscrita a la Fundación Catalunya-La Pedrera. Lo intentos para fusionarlas no han prosperado. La situación contrasta poderosamente con el equivalente francés del Conservatorio del Litoral. Dispone desde 1975 de un presupuesto estatal de 50 millones de
euros anuales. Ha preservado hasta ahora 200.000 hectáreas (1.450 km de costa) mediante la compra y la rehabilitación como lugares públicos respetuosos de los equilibrios naturales. Con una destacada incidencia en las tierras catalanas del Rosellón, donde compró en 1998 las 32 hectáreas de la antigua fábrica Nobel de dinamita en la bahía de Paulilles, entre Banyuls y Port-Vendres.
La convirtió en un magnífico parque público a la orilla del mar, con una inversión de 12 millones de euros. Está abierto desde 2008, todo el año. El estacionamiento para 300 coches engloba un viejo almez gigante, de una elegancia lírica que vale la emoción por sí solo. 
La actividad de la fábrica de dinamita provocó que no se urbanizase una de las bahías catalanas más bellas, todavía hoy virgen, cuidadosamente rehabilitada. Primero le cayó revolución industrial como una bomba literal, a raíz de la instalación en 1871 de la fábrica. Una vez cerrada en 1984, la compró el Conservatorio del Litoral. 
La bahía desnuda de Paulilles es hoy un milagro de la sociedad industrial, protegida del viento norte por la mole del cabo Béar y festoneada por las viñas verdes a orillas del mar, dentro de un paisaje táctil, ordenado y detallista. 
La descubrí muchos años atrás, cuando una amiga de la comarca me dijo con un sonrisa amable: “Iremos a bañarnos a una playa que te procurará una sensación intrauterina”. Experimenté aquella sensación. 
Regreso con cierta frecuencia, en verano y más aun fuera de temporada. En invierno el camino de ronda permite desentumecer las piernas y las competencias emocionales, ensanchar los pulmones, fortalecer el sistema inmunitario, escuchar como resopla el temporal con ronquidos baritonales y comprobar como florece aquí antes que en ninguna otra parte el romero violeta. 
Llevo a los amigos de confianza, porque la felicidad consiste en compartir. En la playa opera el restaurante O Sole Mio. La sobremesa en su terraza, afinada por alguna brisa veraniega, ofrece uno de los observatorios vitales más afortunados de la condición de ciudadanos mediterráneos, en el sentido más alto y a la vez más simple del gentilicio. 
Junto a la playa, entre viñedos y matas de eucaliptus, palmeras y pinos centenarios, trabajan dos fincas del sacramento del vino: el Clos de Paulilles (con restaurante de ferme-auberge en verano) y la masía de piedra con tejas romanas y postigos pintados de azulete del Domaine de Valcros (ofrece algunas habitaciones de bed&breakfast, regentadas por los propietarios familiares, Lluís Nivet Pams y Véronique Martínez). 
La sensación intrauterina que me auguraron la primera vez, ahora la reencuentro enriquecida por los mil matices que he ido descubriendo y subrayando. No hubiera sido posible sin los 50 millones por año del Conservatorio del Litoral, sin una determinada visión de la defensa del medio ambiente, que de este lado de la frontera obliga a cerrar por falta de recursos a las fundaciones que se han dedicado a ello.

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