3 ene 2019

La Gioconda está de aniversario, la multitud ante el cuadro aumentará

A mi no me molesta la multitud exagerada que se agolpa cada día ante La Gioconda en el Louvre. Hace tiempo que conozco el cuadro y con remirarlo de lejos me basta. Al contrario, celebro que sea el museo más frecuentado del mundo y que los visitantes corrientes acudan. Este año todavía serán más, por el quinto centenario de la muerte de Leonardo Da Vinci y las conmemoraciones programadas. A pesar de todo la Gioconda no se moverá de donde está, su enigmática sonrisa tampoco. Siempre me ha parecido discutible la costumbre de ir inexcusablemente de museos al visitar una ciudad, como si formase parte insorteable del circuito establecido. Yo no lo hago. Generalmente solo
vuelvo si tengo un motivo preciso y renovado, no por costumbre. Salvo al Louvre, el único al que regreso siempre, con motivo o sin él. Es un espectáculo en sí mismo y uno de los mejores paseos parisinos, a parte de las piezas eminentes que contiene y las exposiciones que organiza.
De mañanita acudo a hacer la cola antes de que abra las puertas, cuando en verano apenas clarea o en invierno todavía es de noche y reina una temperatura impertinente. De modo que al entrar experimento una satisfacción ganada con algo de esfuerzo y por lo tanto doblemente gratificante.
Echo un vistazo a la Victoria de Samotracia, a la Venus de Milo y la Gioconda, pero me fijo más en otras dos cosas que me hacen regresar: el ballet de los visitantes y la vista al exterior que ofrecen los ventanales del antiguo palacio real, asomados al aire libre de los jardines de las Tullerías. Son la obra que me conmueve más. Los 200 millones de euros de presupuesto anual del Louvre (100 del Estado y 100 de ingresos propios y mecenazgo) incluyen el mantenimiento de los jardines de las Tullerías, que para mi son su pieza maestra.
El Louvre y París en general siempre renuevan algunos atractivos, aunque a la primera oportunidad algunos de sus viejos amantes nos escapemos de la cola para ir a recorrer de nuevo el Jardín del Luxemburgo, pasear por los muelles del Sena o escuchar de noche nuestros pasos en la Place des Vosges. También en París nos enseñaron que la nostalgia es un error.

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