13 feb 2019

El milagro vivido de estrujar carne humana en el metro de Tokio

He comprobado con mis ojos de gaijin (extranjero) que la riada humana discurre en el metro más concurrido del mundo con un ímpetu calculado en detalle. Me dirigí a la estación de Kita-senju para presenciar la escena de los empleados encargados de empujar a los viajeros en horas punta, conseguir manu militari que se cierren las puertas y el convoy pueda partir. Dudo mucho que vea nunca más un torrente humano canalizado con aquella precisión mientras los implicados, violentamente embutidos en los vagones peor que las sardinas, lo encuentran normal, acostumbrado, inevitable. La sístole
y la diástole de los vagones de metro de la capital japonesa en el corto espacio de treinta segundos de parada en la estación constituye la demostración de que la carne humana es perfectamente comprimible. Los japoneses han ideado muchos ingenios tecnológicos, pero en algunos casos recurren al rudo atavismo consistente en demostrar que donde caben dos siempre caben tres, aunque parezca imposible.
En la estación de Kita-senju la marea humana está garantizada cada mañana. Me enviaron a escribir un reportaje y avancé como un japonés más dentro de la tropa lanzada. Me integré en las hileras que coagulaban en pocos segundos sobre las rayas amarillas pintadas en el suelo del andén para indicar el punto donde se abrirían las puertas del vagón.
Esperé su llegada con una pose indiferente, imitando el ciudadano de mi lado. La espera duró muy poco, puesto que en la estación de Kita-senju llega un convoy de metro cada cuarenta y cinco segundos en horas punta. El tren se detuvo y abrió sus puertas. Bajaron escasos viajeros, a aquella hora la riada era unidireccional hacia al centro.
De golpe se produjo la parte más arriesgada de la experiencia. Cada cola del andén se auto-catapultó sin miramientos hacia la boca abierta del vagón, con una fuerza basada en el empujón franco, sostenido, recíproco, aumentativo y descarado, aunque practicado con una conducta ejemplar y una naturalidad desconcertante. Todos empujaban a todos, pero nadie lo hacía de modo alocado. Disimulaban la brutalidad de la situación, la normalizaban al máximo posible, aparentaban que no les afectaba.
El encogimiento del cuerpo alcanzaba el instante decisivo cuando los de la cola del andén decidían que ya basta y que esperarían al metro siguiente para ser empujados en vez de empujadores. Entonces aquellos viajeros más delicados se veían driblados mediante una ágil finta de cintura por el último reducto de intrépidos, los más temerarios y peligrosos, los más desesperados ante la perspectiva de llegar tarde a la oficina. Se colocaban sobre el umbral de la puerta del vagón, dentro del que no quedaba espacio para ellos. Eran la carne de cañón para los empujadores uniformados de la compañía –brazal, guantes blancos, gorra de plato--, las víctimas propiciatorias, los más estrujados.
Los empleados se abalanzaban sobre la parte de aquellos cuerpos que impedían completar el cierre de las puertas. Lo hacían con licencia para cualquier recurso de presión, y si no per qué te metes. Suponiendo que algún torso, cadera o pierna de usuario atrapado entre ambos batientes de la puerta se resistiese a ser embutido hacia el interior, acudían empleados de refuerzo.
Solo cuando el responsable encaramado sobre un taburete observaba que sus subordinados habían completado la tarea, hacía la señal al conductor para arrancar. Cualquier pequeño retraso en la operación de compresión humana significaba la llegada de quinientas o mil personas más al andén y la correspondiente dificultad para irlas evacuando con lo que se ha convenido en llamar normalidad en el proceloso metro de Tokio.

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