22 jun 2019

La belleza imbatible de dos simples tórtolas en la luz de Atenas

Sobre el tronco de este pino retorcido junto a la entrada del moderno Museo Arqueológico de Atenas, construido al pie de la Acrópolis, sorprendí a dos tórtolas en pleno cortejo nupcial, diminutas y a la vez pomposas, esbeltas, momentáneamente suspirantes y atolondradas. Se aparejaban con satisfacción juguetona, se dejaban tentar visiblemente por los alicientes de la vida en común a pesar de la volatilidad de los sentimientos. Frené el paso para observarlas, situadas por una vez a la altura exacta de mi vista. Intercambiamos la mirada. Me pareció ver cómo titilaba en el puntito de sus ojos vivos una ilusión, la chiribita de un sueño. Quizá solo fue una impresión mía, sin embargo la encontré de una vivacidad precisa y
clara. No dio resultado mi intento de sacar la el teléfono móvil del bolsillo con un movimiento muy lento para fotografiarlas. No pude tomar la imagen, aunque me quedó grabada.
La elegancia del plumaje gris de las tórtolas, la suavidad de gamuza de su cuello,  lucía más aun contra el azul vehemente del cielo del Ática, esmaltado por la luz tensa que genera sombras turgentes y jugosas.
La imagen sentimental atribuida a las tórtolas debe tener relación con la silueta  y el color delicado de estos pájaros. Tal vez también intervenga en el subconsciente la suculencia de su carne guisada, asociada a las codornices, pichones, torcazas o perdices. 
Los humanos miramos a las tórtolas con cierta candidez. Las consideramos mucho más líricas que las palomas, pese a que las palomas también se enamoran. Las tórtolas están idealizadas, eso es todo. 
Los hombres solo hemos aprendido a volar embutidos en el interior de gigantescos aparatos metálicos, sin parentesco alguno con la agilidad grácil de las tórtolas y los pájaros en general. El hombre se sabe inferior a los pájaros en este aspecto y los mira con una envidia funcional, se emboba ante ellos como si se tratase de ángeles de la naturaleza real y, cuando puede, se los come con una voluptuosidad secreta. El hombre solo sabe volar con la imaginación y se pega unos trompazos monumentales, por eso mitifica a los pájaros y también la práctica del sexo a bordo de los aviones.

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