La noción griega de democracia, de ciudadanía gobernada por reglas consensuadas y no por la ley del más fuerte, representó una evolución crucial, un paso de gigante en la historia de la humanidad. Veinticinco siglos después aquella noción mantiene la huella, la vigencia de principio en nuestra cosmogonía. Aquellos atenienses imaginaron y aplicaron la democracia como una actitud vital, el predominio de un cierto grado de racionalidad del debate frente a la barbarie, la libertad de los ciudadanos frente a la
sumisión a los oligarcas, la emancipación de la razón, el derecho y la cultura frente a la religión vista como dogma. Por primera vez un embrión de leyes de los hombres, organizados en polis o ciudad, se situaba por encima de las leyes del más fuerte --la barbarie-- y de las leyes de los dioses interpretadas por los poderosos --las teocracias. Hasta aquel instante no se entendía que los hombres pudiesen obedecer a una ley hecha por ellos mismos en vez de obedecer a un amo. Esa fue la mutación.
El pensamiento de los filósofos y la cultura en general eran la correa de transmisión de las ideas, el antídoto contra la indiferencia, contra el silencio, la sumisión o las simplificaciones abusivas e interesadas. La ciudad jerárquica gobernada por un monarca dejó paso, en Atenas, a una sociedad más igualitaria de ciudadanos que debatían políticamente, en asamblea, las decisiones honorables, justas y convenientes. Obviamente se trataba de una innovación fragilísima, un embrión que sin embargo daría de sí a lo largo del tiempo, ni que fuese con interrupciones, tensiones, barbaridades, contradicciones y paradojas desde el primer momento.
El invento griego de la democracia luchaba contra la desmovilización de los ciudadanos, les estimulaba a participar. La palabra política, tan manoseada, deriva de polis... Simultáneamente la palabra idiota designaba en el lenguaje clásico a los ciudadanos que solamente se preocupaban de sí mismos, que se desinteresaban de los asuntos públicos, que padecían de insensibilidad ética. Los idiotas fueron señalados con el dedo como aquellos que han venido al mundo a pasar el verano al baño maría.
La vitalidad de cada persona o de cada país comienza a apagarse precisamente cuando deja de tener ilusiones personales y colectivas, aspiraciones, ganas de crear y producir algo. También es cierto que cada persona y cada país pueden entrar en agonía y la humanidad entera puede hundirse en un nuevo período de decadencia sin que el universo deje de seguir su curso inalterable. Al universo le importa un rábano el destino de la especie humana. Pero a nosotros no creo que nos convenga desentendernos.
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