Proliferan últimamente y llegan a los anuncios publicitarios, listas de libros más vendidos y también a la poesía doctrinas destinadas a prestigiar el hecho de vivir solo y que todos nos sintamos contentos y aclimatados con aquello que nos ha tocado o hemos elegido. Algunas personas viven solas y se sienten felices, dentro de una opción perfectamente respetable. También debe serlo la opción inversa, por la misma razón o con más razón todavía. La estima de la soledad es seguramente, como todo, una cuestión de dosis. El equilibrio no siempre deriva espontáneamente de las circunstancias, sino que a veces exige un trabajo interior de orfebrería, que no es lo mismo que la bisutería. Lo que despierta mi aprensión es ver
tratada la opción o la circunstancia de vivir solo como una garantía de libertad y autorealización, un espacio de seguridad y ausencia de conflicto. Por ese apostolado no paso, porque tengo la sensación de que a menudo no es más que el barniz reluciente del desengaño, del miedo a dejar de vivir con el freno de mano puesto, de la negativa a admitir que la soledad también forma parte de la actual crisis de valores colectivos.
Las relaciones humanas requieren siempre una dosis razonable e indispensable de cooperación y reciprocidad, de carga sentimental, de ilusión, de reto, incluso de fantasía. Claro que en este terreno nada está garantizado de entrada, salvo el resultado de la pasividad. Y que la pasividad pueda ser vivida felizmente no cambia el resultado.
La soledad individual constituye sin duda un derecho inalienable, pero no es necesario convertirla en un título de nobleza, en un rango superior de autodominio. Ya sé que vivir solo no significa por fuerza aislarse ni dejar de relacionarse, pero no debemos convertir la autosuficiencia en una leyenda moderna. Amar y compartir no es solo una decisión de la voluntad, obviamente. No se puede encargar, prever ni forzar, pero tampoco tiene que desacreditarse como un impulso cursi, condescendiente o ñoño. La soledad individual es un derecho inalienable y a la vez una restricción de la experiencia física y social del acuerdo, el diálogo, el amor.
La historia y la ciencia han demostrado que el hombre jamás habría evolucionado en solitario, que la soledad es una anomalía en nuestra especie. Las personas no estamos diseñadas para vivir solas, en autarquía. Somos animales sociales, hemos sobrevivido porque hemos ido en grupo, necesitamos a los demás. El amor es un instinto básico, uno de los más nobles. Eso no obsta que cada uno deba hacerse responsable de su felicidad y no pretender obtenerla exclusivamente a través de otro. También es preciso quererse, saber vivir consigo mismo, gozar del grado de felicidad que cada cual es capaz de autogenerar y proyectar.
El sufrimiento, la angustia, el miedo, el desasosiego, la soledad son cosas naturales en algunos períodos y no por ello dejamos de intentar disminuirlas en la medida de lo posible. Se tiene que saber sufrir para sufrir menos, se tiene que saber estar solo para valorar la compañía, pero al mismo tiempo se tiene que saber reconocer que necesitamos, igual que respirar, la electricidad del deseo, la fuerza de la pasión, la curiosidad de la atracción, el ímpetu de enardecerse por algo. También puede llamarse ganas de vivir. La pasión es una categoría de la sangre, la exaltación, el vitalismo y la sensualidad son antídotos de la decadencia, la resignación o la apatía. La vida también está hecha de emociones y estas requieren un grado de riesgo para dar brío y gusto a las cosas. La soledad me sigue pareciendo un estado poco natural, por mucha publicidad o poesía que le pongan.
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