Resulta miserable calificar despectivamente de populistas a los movimientos sociales embrionarios y por fuerza balbuceantes que emergen para suplir la flagrante ausencia de alternativas a la grave situación de crisis por parte de los políticos profesionales. Resulta miserable, pero el calificativo despectivo prolifera últimamente. Debe ser una señal de que esos movimientos heterogéneos a la búsqueda de un camino político distinto empiezan a cumplir su
función. Para lanzarles el velo de la sospecha, es demasiado fácil atribuirles desde las tribunas consolidadas un carácter y un método de actuación pendientes de perfilar. En realidad esta es su virtud, la elaboración a tientas de una forma diferente de intervenir en la política, en el interés común y en la participación democrática a la salida de la crisis, una vez comprobado el desfallecimiento del conjunto del arco parlamentario que votamos. El principal brote verde de la crisis, por no decir el único, son esas movilizaciones ciudadanas.
En un país marcado dramáticamente por el paro más elevado de Europa occidental, por los casos de corrupción, los recortes de los servicios públicos, las negras previsiones económicas, las jubilaciones multimillonarias para los banqueros y el rápido aumento de la desigualdad social, el principal drama sería la indiferencia, la resignación, la decepción paralizada, la ignorancia política. Tras lograr que no nos flagelen tan a menudo como antes con la falacia de atribuir la crisis a que todos “hemos alargado más el brazo que la manga”, ahora es preciso insurgirse contra la vidriosa etiqueta de populistas con que quisieran enturbiar la vitalidad de dichos movimientos. Esta misma semana el nuevo primer ministro de Italia, Enrico Letta, reconocía en su discurso de toma de posesión: “Tenemos que recuperar decencia, sobriedad y sentido del honor”. Tenemos que recuperar más cosas, pero estas no vendrían nada mal para empezar.
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