Además de una zona geográfica, intuimos que el Mediterráneo es una cultura, una forma de entender la vida. En este mar de la historia, el legado grecolatino acabó por impregnar toda la cultura occidental, frente a la islámica desplegada en la otra orilla. El mosaico de realidades superpuestas que abraza el viejo mar entre tierras (eso significa su nombre) ha convertido siempre en imposible una definición clara y general del concepto mediterráneo, aunque múltiples autores lo intentan periódicamente con fortuna y variable. Yo lo probé en mi libro de 1986 El Mediterrani ciutat, destinado a describir la personalidad urbana de las principales metrópolis de ambas orillas y matizar la visión de “orinal turístico” que
apuntaba Joan Fuster. A pesar de todo, la definición también se me hizo esquiva. Tuve que reconocer en la introducción del libro: “Viajando por él, me he inclinado con frecuencia a pensar que el Mediterráneo es más que nada un estado de ánimo. No aspira a muchas definiciones. Es la indefinición de un hecho patente que se enuncia más con actos que con frases. Es un sobreentendido dels quienes sintonizan con él. Un principio de quienes no venderían la herencia por un puesto de camarero flamante en la capital. Es una debilidad, un amor inconveniente, inoportuno, improcedente, intempestivo, inesperado e incomprensible. Pero irrenunciable.
apuntaba Joan Fuster. A pesar de todo, la definición también se me hizo esquiva. Tuve que reconocer en la introducción del libro: “Viajando por él, me he inclinado con frecuencia a pensar que el Mediterráneo es más que nada un estado de ánimo. No aspira a muchas definiciones. Es la indefinición de un hecho patente que se enuncia más con actos que con frases. Es un sobreentendido dels quienes sintonizan con él. Un principio de quienes no venderían la herencia por un puesto de camarero flamante en la capital. Es una debilidad, un amor inconveniente, inoportuno, improcedente, intempestivo, inesperado e incomprensible. Pero irrenunciable.
“Algunos días he creído ver claro que el Mediterráneo es una evidencia que se formula con el burbujeo de cuatro palabras esenciales, con la yema de los dedos, con el brillo de los ojos, con la tirantez de la piel soleada, con un murmullo de labios, con la invitación del beso, con el campaneo del instinto, con el latido del osar poder, con la altivez del liberto, con la fuerza de una razón destilada de la vida, con la intensidad de una fe probada, con el repique del corazón, con el pensamiento descalzo, con la arítmia de los argumentos, con la masa de la sangre.
“El Mediterráneo gratifica y se injerta. Es un deseo incontinente. Una inclinación natural. Una atracción atávica. Una bonanza para quienes, como Ulises, se han atado al palo mayor tapándose los oídos para no escuchar el canto de las sirenas durante la tempestad. Es un patrimonio baqueteado. Un aire familiar. Un flujo incansable. Un puerto expuesto y abrigado a la vez. Una fidelidad, una astucia, un reto. Un orgullo viajado. Una intuición bregada. Esa es toda la definición que he encontrado al término de un largo viaje y un obstinado regreso”.
No creo que tales frases introductorias fuesen la confesión de un fracaso en el objetivo de mi libro. Contienen más bien el espíritu de todo lo que he seguido escribiendo después y me guían imperceptiblemente desde entonces.
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