21 ene 2014

A la historia le hacemos decir lo que queremos que diga

La historia no es más que la ciencia de contar historias, un acuarelismo de “corta y pega” reciclado, reelaborado y escasamente inocente para reconstruir el pasado a la conveniencia de cada momento. No se suele aprender en los libros. Se incrusta en el imaginario colectivo a través de la escuela, los medios de comunicación, el pozo de las leyendas, las estampas de las versiones dominantes y sus prejuicios. El método científico de los historiadores profesionales tampoco garantiza gran cosa: la publicación en 2011 del Diccionario biográfico español por parte de la docta y cejijunta Real Academia
de Historia derivó en un escándalo estrepitoso por la pésima calidad de muchos de los artículos y la defensa que hacían del franquismo. Ahora el sesgo se produce de nuevo en Cataluña a raíz del despliegue de conmemoraciones del tricentenario del 1714, encargadas por la Generalitat a Miquel Calzada y por el Ayuntamiento de Barcelona a Toni Soler, dos comunicadores televisivos, para recordar la derrota militar frente al absolutismo borbónico en la Guerra de Sucesión y la pérdida de libertades que significó en Cataluña el Decreto de Nova Planta de Felipe V.
La interpretación de la historia es un campo de batalla permanente, sometido a las ideologías, las conveniencias, las filias y las fobias de cada época. La historia son múltiples historias superpuestas sobre unos mismos hechos, vistos según el interés particular de cada mirada. A la historia le hacemos decir lo que queremos que diga. Contiene más fantasía y falsificación de lo que da a entender su aura académica o la referencia a hechos concretos. Se convierte fácilmente en ciencia-ficción más o menos consensuada, en clichés, conjeturas, molduras de yeso y cirugía estética.
En realidad el pasado resulta escurridizo por naturaleza, su fijación es poco objetiva y los datos documentales pueden proporcionar argumentos más contradictorios que probatorios. La realidad pasada o presente no es casi nunca un hecho homogéneo y coherente, sino más bien fragmentado, matizado, caleidoscópico. La historia necesita como el aire que respira dosis vitales de escepticismo, espíritu crítico y debate, más que himnos nacionales y exaltaciones patrióticas.

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