Cuando en 1969 vivía en el pisito de la avenida Palmerston de la foto, en Bruselas, situado a dos pasos del edificio del Mercado Común en el barrio de Etterbeek, no se me habría ocurrido pensar por qué la calle llevaba aquel nombre. Entonces el Mercado Común estaba formado por 6 países (ahora son 28) y los alquileres de los últimos pisos sin ascensor de aquellas casitas modernistas alineadas eran asequibles. Todas tenían una franja de jardincillo al frente que no servía para nada y una escalerilla hasta el portal que servía para caerse cuando la recubría la nieve o la escarcha. El uso que el clima permitía de la avenida ajardinada se reducía al mínimo de entrar y salir de casa expeditivamente. La vida en general resultaba plácida, la única verdadera preocupación era ir alimentando la estufa sin excusa. El urbanismo de mi calle era holgado, con un amplio square y su correspondiente estanque a cada extremo, pero no creo que me fijase ni que le diera ningún uso recreativo. El paisaje urbano era un concepto inexistente o al menos abstracto, de una vaguedad gris como el cielo de cada día. No recuerdo que nadie hiciese alusión a ello ni lo empleara para nada más que para entrar y salir de
casa, dentro de un bienestar asentado a pesar de la meteorología.
casa, dentro de un bienestar asentado a pesar de la meteorología.
El nombre de la avenida Palmerston era fácil de memorizar y reconocer, procuraba una sensación de solidez establecida y funcionalidad cotidiana. No creo que nunca me preguntase qué significaba o a quién se refería. Aun hoy seguiría encontrando de una importancia relativa saber que Henry John Temple, tercer vizconde de Palmerston, fue secretario del Foreign Office británico en dos ocasiones y primer ministro del Reino Unido de 1859 a 1865, si no me hubiese enterado que el personaje se inventó Bélgica, sacándosela de la manga como el conejito blanco de la chistera del mago. El nacimiento y el crecimiento de Bélgica son un caso digno de admirable estupefacción.
Las cuatro potencias europeas que acababan de derrotar a Napoleón redibujaron el mapa en el Congreso de Viena de 1814 con nuevo reino de los Países Bajos que englobaba a Bélgica y Luxemburgo. Cuando dieciséis años más tarde los belgas se quisieron desmarcar de los holandeses, la diplomacia británica encabezada por lord Palmerston ideó la creación de un nuevo país para evitar que aquel territorio se anexionara a Francia y aumentara su peso. De este modo Bélgica fue trazada como un Estado-tampón en una divisoria muy particular, en la cuerda floja donde basculan la latinidad y la germanización, en la bisagra del área de influencia católica con la protestante.
Lord Palmerston se sacó Bélgica de la manga para acomodar a los católicos de lengua neerlandesa de los Países Bajos del sur (la actual Flandes belga que estaba integrada a Holanda) con los vecinos católicos de lengua francesa del País Valón, anexionados a Francia durante la Revolución napoleónica y el Imperio, y que se habrían podido integrar a ella perfectamente. Sobre esta posición en escorzo, el nuevo reino de Bélgica se convirtió en una realidad de conveniencia de los demás. La rápida industrialización transformó el nuevo Estado en una rentable pequeña y mediana empresa, los dirigentes socialistas belgas se convirtieron en hombres de gobierno y el sindicalismo en una fuerza social integrada a los mecanismos de poder para redistribuir un poco la riqueza del precoz Estado del bienestar. El confort material belga echó raíces.
El error fue confiar la construcción del nuevo Estado a la burguesía francófona, tanto flamenca como valona, adicta a la lengua francesa en detrimento de la “vulgaridad” del flamenco o neerlandés. Aquel complejo de superioridad se pagaría y aun se paga muy caro. Generaciones sucesivas de la mitad flamenca del país, demográficamente mayoritaria, vivieron la vejación de su lengua usual cuando establecía contacto con cualquier esfera de la administración pública. Todo el proceso de malformación nacional belga estuvo presidido por la soberbia de la francofonía sobre la mitad de población de flamencos, una francofonía de prestigio internacional practicada con entusiasmo también por las élites flamencas y que caducaría al cabo de pocas décadas. La "belgitud" tuvo que ser redefinida a toda prisa y aun no han terminado.
Jacques Brel exclamaba: “El hecho de ser belga no se explica. Es como las fresas. Explíqueme las fresas. No son un melón, simplemente. ¿Belga? Bélgica es una noción geográfica”. El escritor en lengua francesa más divulgado en todo el mundo no es francés, sino belga. Georges Simenon nunca quiso abandonar la nacionalidad ni naturalizarse francés, pese a que vivía en Francia desde los 18 años. Declaraba Simenon: “No todo el mundo tiene la suerte de haber nacido en Liechtenstein o en Mónaco. Entonces prefiero ser belga faute de mieux, en ausencia de mejor alternativa, porque no significa nada”.
Algunos días echo de menos cosas de Bélgica, la asentada ingravidez del Estado malavenido y que no significa nada, pero capaz de ofrecer a los ciudadanos una funcionalidad rodada, aquella existencia sin preguntas de la avenida Palmerston, aunque solo la utilizase para entrar y salir de casa.
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