Con frecuencia el caudal no alcanza los 400 metros cúbicos por segundo y la desembocadura del Ebro pierde la batalla contra la entrada por la misma boca del agua salada del mar, que repta lecho arriba durante 28 km hasta Amposta, penetra en los acuíferos y saliniza la tierra. Todo prevé que el problema se agudizará con la subida del nivel del mar per efecto del cambio climático. Los ingenieros de la Confederación Hidrográfica del Ebro estudian el proyecto en curso en el río Po, espinazo de la Italia del norte, de un sistema de compuertas frente a la boca para regular la entrada y la salida de ambas clases de agua enfrentadas. El
proyecto se encuentra en sus inicios.
Las tierras del Ebro son un mundo que no domino como propio, por eso cuando las necesito recorrer con algo más de discernimiento apelo a Xavier García Pujades, un hombre entusiasta del periodismo, la literatura, la amistad y el sur, cuatro territorios que él ha peinado con intensidad. Conoce palmo a palmo el país sin haber conducido nunca coche, se halla en posesión del Premio Nacional de Periodismo y goza con de la reciprocidad de su espíritu amistoso.
Llevamos tiempo sin encontrarnos de nuevo. En una de las últimas ocasiones nos dimos cita en la isla de Buda, en pleno delta del Ebro, con los pies en el agua maternal de su Ebro mítico y tutelar. Confeccionó un poema para celebrar el reencuentro y me lo leyó mientras el transbordador Olmos nos pasaba, con el coche embarcado, de una orilla a otra del río. Insistió en leérmelo en voz alta durante el trayecto a bordo de la plataforma flotante, con la daga del luminoso viento de cierzo que afilaba los colores del paisaje, se tragaba las sombras, imantaba las siluetas, contorneaba cada línea y casi la empavesaba con un voltaje febril.
En realidad Xavier García no quería declamarme el poema a mi, sino al Ebro en el instante preciso de atravesarlo. El viento soplaba acanalado y me proyectaba sus palabras a la cara, antes de esparcirlas a lo largo de la majestuosidad del rió con un gesto augusto de sembrador de antes de la mecanización. La idea de recitar el poema y el instante para hacerlo fueron dignos del sentimentalismo militante y productivo de mi amigo.
En cambio el papel que yo aferraba en la mano como un tesoro al atravesar el Ebro no era un poema, sino una hoja de papel con membrete larguísimo del Parque Natural del Delta del Ebro de la Dirección General del Medio Natural del Departamento de Medio Ambiente y Vivienda de la Generalitat de Cataluña. Debidamente firmado y sellado, nos autorizaba de modo nominal a Xavier García y a mi, identificados con el número de DNI que se especificaba, a poner el pie en la isla de Buda durante el día de expedición del documento, bajo condición de atenernos a las instrucciones del guarda oficial que nos esperaba. Era un salvoconducto anhelado y cotizadísimo, obtenido gracias al prestigio profesional de Xavier García y a mi falta de antecedentes penales graves. Representaba la llave para acceder a la isla mayor de Cataluña, vetada al público por la condición de parque natural protegido.
Alguien podría pensar que Cataluña es un país desprovisto de islas. La verdad es que tiene un montón, mal conocidas. De entrada, en el delta del Ebro, las fluviales de Buda, Sant Antoni, Gracia y Garxal. A lo largo del tramo catalán del Ebro, entre Flix y la desembocadura, se cuentan una veintena de islas fluviales. Una de las más pequeñas, la del Nap, al paso del río per Benifallet, fue vendida en 2004 por su propietario privado a través de una empresa inmobiliaria al precio de 94.960 euros, tras divulgar un anuncio que rezaba: "Preciosa isla en medio del río Ebro de una hectárea de terreno plantado de naranjos y casa de labranza".
La isla de Buda ni existía 300 años atrás. Se empezó a formar el siglo XVIII al azar del desvío natural de las bocas de desembocadura del Ebro al mar, cuando el río arrastraba muchos más sedimentos que después de la construcción de pantanos como los de Riba-roja, Mequinenza y Flix, aquellos que inauguraba el general Franco con pompa en las pantallas del NO-DO. La isla de Buda llegó a tener 1.450 hectáreas, ahora reducidas a 1.092. No deja de ser la más extensa de Cataluña, con mucha diferencia. La vecina de Sant Antoni, de origen muy similar, solo alcanza 170 hectáreas.
A partir de la época de los embalses reguladores, del aprovechamiento del agua para la producción de energía eléctrica río arriba o para al riego canalizado de forma capilar en el llano, la “revolución de los canales” generó en el delta del Ebro más de 500 km de acequias y una nueva estructura social. El aluvión de tierra que había dado lugar a la compactación de todo el delta comenzó a disminuir. El aporte del río se vio contraatacado por el embate del mar. Hasta 1940 el aporte fluvial de arcillas, limos y arenas se cifraba en 20 millones de toneladas al año. Ahora no llega a los 3 millones de toneladas.
En algunas épocas del año el Ebro es una corriente ágil que transita con una alegría centelleante, en muchos otros momentos adopta un color de regaliz, como una infusión malsana, inerte, monótona, de una inmovilidad tenebrosa. El Ebro ha ido cambiando de lecho y de desembocaduras, taponadas por barras de arena formadas por el transporte de sedimentos del mar. La primera desembocadura compactó la isla de Sant Antoni, la segunda la extensa isla de Buda. Hoy el río tan solo desguaza al mar por la otra boca del Galatxo.
Su delta es la zona húmeda más importante de la Europa mediterránea, después de la desembocadura del Ródano en la Camarga. La aplanada punta de flecha del delta del Ebro penetra 25 km dentro del mar, con 32.000 hectáreas emergidas. Un 65 % de esta geografía se encuentra ocupada por cultivos. El dominio corresponde a las 15.000 hectáreas de arroz, a las irisaciones de la fina película de los charcos de agua lisa y barnizada que los caracteriza durante una buena parte del año, como un espejo sobre el que se inclina y remira el Narciso del despejado cielo deltaico. El delta produce 120 millones de kg de arroz en bruto al año. Una vez depurados, quedan 70 millones de kg de minúsculos puntos blancos, el 98 % de los cuales se consumen en Cataluña. Pero el delta aumenta de población gracias sobre todo al turismo. En 1991 tenía 47.000 habitantes y ahora 55.000.
El encargado de mantenimiento del parque natural, Xavier Llambrich, nos aguardaba en la barrera de acceso a la isla. Me apresuré a enseñarle el papel con membrete capaz de abrir les aguas del Mar Rojo, el camino de la isla prometida. Se lo miró con enorme condescendencia, antes de decirme que ya lo podía guardar. Puesto sobre el terreno, aquel tesoro timbrado cobraba un aire irrisorio, artificioso y volandero. Nuestro coche y el suyo eran los únicos artefactos mecánicos visibles al horizonte, un horizonte en el que la luz empastaba la tierra con el mar. El paraje se veía abrumado por el volumen de la calma natural. Una francesilla de la sociedad moderna ha acordado el protagonismo de este escenario a los pájaros, los peces y las hierbas, que aquí viven con el excedente de tranquilidad acumulado tres excomulgar a la mácula humana.
Durante el primer tramo del camino iniciático en coche tuve la sensación de romper el precinto de una virginidad, ante la que Xavier García iba acuñando y lanzando por la ventanilla unos superlativos incontenibles, acabados siempre con un signo de admiración, al límite del éxtasis ecologista. Contribuía a ello la meteorología del día, los contornos del paisaje cincelados por el viento de cierzo, hermano gemelo de la tramontana. Bajo el cielo azulado por una proteica luz de fiesta, el ímpetu aéreo modelaba contra el telón de fondo de la sierra de Beseit las redondeces algodonosas de unas ampulosas nubes en forma de cascada de coliflores, las cuales generaban contraluces dignos de escenografía de ópera, antes de que las escenografías de ópera incorporasen el despliegue de tazas de wáter y otros elementos similares de innovación.
La luz y el aire del día facilitaban la exaltación de conceptos. Un silencio escandaloso, apenas alterado por el motor de ambos coches que avanzaban al ralentí por la pista de tierra, recubría el escenario como un manto protector. Algunos pájaros ilustres, visitados por especialistas del mundo entero, ni siquiera se molestaban en alzar el vuelo a nuestro paso, indiferentes y confiados. El vello dorado de los arrozales ponía un temblor epidérmico.
El nombre de Buda no procede de la influencia de ninguna divinidad oriental, sino de la forma latina del nombre de la hierba de la boga (en dialecto cavero local se llama bova, en castellano enea) que aquí prolifera. Toda la isla es un catálogo viviente de la caña de río, una constelación de variedades encabezada por los erectos plumeros de la boga que juegan con el viento, emboscados tras las empalizadas del cañaveral, en los márgenes que encajan el curso de agua.
Los senillars o campos de senill son de una caña más menuda, del mismo modo que la abundante mata baja de la sosa, antiguamente incorporada a la fabricación de jabón. Las espigas emplumadas de los juncales alzan pináculos, redondeados en el extremo superior por la cápsula del cráneo vegetal que, una vez seco, se deshace entre los dedos en un soplo de partículas volátiles. Las ramas del borró se utilizaban para cubrir los tejados de las barracas y hoy sirven para fijar la arena.
Entre las hileras del cañaveral pulula una abundante fauna alada en zapatillas de andar por casa, sobre todo miles de patos. En invierno el palio del cielo isleño acoge bajo su toldo espontáneo a unos 40.000 pájaros invernantes. Los vi pasar por encima de mi cabeza en continuos vuelos rasantes de una indiferencia insolente.
La caza autorizada de patos, el cultivo del arroz y la pesca de anguilas y otras especies forma parte de las actividades practicadas tradicionalmente en la isla de Buda. Un de los escasos testimonios literarios sobre el lugar procede de una cacería de patos a que fue invitado Josep M. de Sagarra y su grupo cinegético, en casa de la familia Burés el 4, 5 y 6 de octubre de 1945. En la sobremesa de despedida, el poeta y dramaturgo improvisó con reconocida facilidad un largo poema titulado “Evocació”:
Ensorrades planures de la Cava,
riques del cereal del gra de neu;
paisatge una mica mala bava
amb tant de fang com cries dintre teu;
deixat a estones de la mà de Déu
i a estones fi d’una tristesa lleu
i d’un gust de repòs que no s’acaba!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Nit de Buda, millor que en llit de roses
saps provocar el son més pregon,
Buda, misteri, becadells al front
i res de noses!
Si no fossin aquestes simples coses,
de què em valdria haver vingut al món?
Ensorrades planures de la Cava,
riques del cereal del gra de neu;
paisatge una mica mala bava
amb tant de fang com cries dintre teu;
deixat a estones de la mà de Déu
i a estones fi d’una tristesa lleu
i d’un gust de repòs que no s’acaba!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Nit de Buda, millor que en llit de roses
saps provocar el son més pregon,
Buda, misteri, becadells al front
i res de noses!
Si no fossin aquestes simples coses,
de què em valdria haver vingut al món?
Ahora, a todo este mundo frágil y único del delta pretenden ponerle todavía más compuertas.
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