Podía parecer un establecimiento roñoso y de hecho lo era, pero limitarse a la apariencia habría representado un craso error, un error corriente. Josep Pla y Josep Martinell lo frecuentaban del brazo en una época y dio pie a uno de los mejores artículos del segundo, con muchas facilidades procuradas por el propio tema, por el carácter y la sustancia de Can Mercader. Se comían los mejores pies de cerdo en la versión canónica, clásica, eterna. Estaba situado a pie de carretera, en la calle mayor, cuando la carretera aun discurría por el interior del núcleo de Pals, antes de la actual circunvalación. Los residentes de la comarca acudíamos entre semana, conscientes de que
los festivos y períodos de vacaciones congregaba a otro tipo de clientela y de ambiente. Este principio era de aplicación universal a casi todos los aspectos de la vida ampurdanesa, muy enfocada a los servicios a visitantes como medio de vida. Fuera de los días de vacaciones marcados en el calendario social, en el Ampurdán éramos cuatro gatos.
El letrero de Can Mercader era una banderola luminosa de la marca Coca-Cola, con el nombre del establecimiento escrito en la franja superior, sin ningún otro adjetivo. A juzgar por el rótulo y el aspecto externo, podía ser cualquier tipo de establecimiento, tal vez un colmado o una mercería. No quedaba claro que fuese una bodega, un bar, una fonda o, menos aun, un restaurante. Dudo mucho que nadie lo hubiese calificado nunca de restaurante, salvo algunos forasteros despistados o esnobs. La vieja institución no precisaba más definición que aquella que evocaba su nombre, a secas.
La regentaban dos hermanas y el marido de una de ellas. Los tres habían dejado muy atrás la edad prescriptiva de jubilación y siempre estuvo a punto de cerrar por pura consunción biológica, por extinción. Sin embargo entre sus paredes se vivieron grandes horas de resistencia a la muerte. Algunas parejas, entre el éxtasis y el espanto, nos declaramos allí amor eterno, embriagados por su cocina agónica, por la esencia del jugo del tiempo. En Can Mercader todo era esencia, nada más que esencia pelada, auténtica, sin aditivo, inmersa en una luz mortecina siempre a punto da apagarse, pero capaz de engendrar iluminaciones extraordinarias.
Poder almorzar o cenar en Can Mercader dependía de circunstancias generalmente refractarias a las aspiraciones de la clientela de entre semana, más aun por las noches. Aducían con frecuencia que no quedaba nada en la cocina, que llegábamos en mal momento, que haríamos bien en intentarlo otro día. Solían añadir, a disgusto, que si nos aveníamos a la precariedad y al mal menor procurarían servirnos algo. La expresión “algo” era el preludio de los mejores banquetes y las mejores sobremesas.
Los prolegómenos los notificaba Alfons Sot, que se ocupaba de la barra de bar y era sordomudo, el sordomudo más elocuente con gestos y muecas que se haya visto jamás. La disminución funcional no le restaba ni un ápice de autoridad al gobierno de la entrada, así como a la salida para cobrar la cuenta. Era la primera institución fuera de norma que se encontraba con solo entrar. Aun faltaba superar las otras dos.
Las hermanas María y Tereseta Seguer repetían una y otra vez, para que quedase bien claro, que harían lo que podrían sin comprometerse a nada, dada la insistencia incomprensible de los comensales. En realidad, la despensa, las cazuelas y los tinajas de estas casas de antes nunca estaban vacías. Los supuestos restos podían configurar un festín, siempre que no se aspirase a sofisticaciones.
Instalados en la mesa, la atmósfera mortecina del establecimiento podía hacer temer lo peor, si no se conocía su personalidad oculta, su escenografía natural, su vínculo con la esencia. Los pies de cerdo con cigalas del cocinero Quim Farrarons en Ca la Blanca, en Llafranc, constituían una especie de Mayo del 68 triunfante de la cocina ampurdanesa que no se podía esperar en la mesa de hule grasiento de Can Mercader, en Pals. Aquí se podía esperar una gloria más alta a pesar de las apariencias.
De primero, en los habituales casos de emergencia y falta irrevocable de vituallas, las ensaladas y los embutidos comenzaban a insinuar que se estaba entrando en contacto con un mundo diferente, traspasando una frontera del tiempo perdido, recuperando un paladar olvidado que no pensábamos reencontrar. El vino de la casa lo confirmaba: aquel terciopelo tan cordial y granulado ya no se fabricaba en ninguna otra parte. De segundo, los días de penuria declarada siempre se podían abrazar las costillas de cordero de la reserva o bien, como obra culminante, el fruto de una cazuela de pies de cerdo inextinguible, permanente, legendaria, enraizada al fogón como una encina vieja, mil veces reaprovisionada y recalentada, hasta alcanzar una untuosidad derivada de la constancia, de la fe en la eternidad, del hervor de los siglos.
No es preciso aclarar que se trataba de pies de cerdo cocinados en su integridad, no deshuesados ni manipulados de ninguna forma. Desviaciones y desconstrucciones, las mínimas. En aquel templo de la sencillez, la tarea de descarnar y apurar morosamente cada uno de los 28 huesos contados de un pie de cerdo, guisado con reiteradas prórrogas, corría a cargo del cliente e inspiraba una devoción conmovida, la adhesión --y la adherencia— más ferviente a una fe inquebrantable en los valores que sabíamos más difíciles de hallar cada día que pasaba. Aquellos pies de cerdo eran poesía en estado puro, pureza en estado de gracia, grasa saturada de gloria.
Los pies de cerdo a la cazuela de Can Mercader de Pals, con los que algunas parejas nos declaramos amor eterno, aquellos no, no volverán. Los comí posteriormente con mejillones en la fonda Cal Parent de Besalú, con moscatel en el Hostal del Castell de Montesquiu, con almejas en l restaurant Canet del barrio barcelonés de Sarriá, con ciruelas y setas al Gargantúa y Pantagruel, en carpaccio en Can Calixto de Molló, en flan crujiente en La Granja de la Granvía barcelonesa, rellenos con confit de pato en Can Gaig o con mollejas de pato en el Zure Etxea, en raviolis en Les Feuillants de Ceret, en Emincée de pied de porc sur paté feuilletée en La Terrasse au Soleil de la misma localidad o empanados primorosamente en el parisino Au Pied de Cochon de la plaza de los Halles.
Ninguna de esas preparaciones llegó nunca a la suela del zapato de la cazuela de Can Mercader. Como aquellos, nunca más.
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