Las exposiciones del centro cultural barcelonés CaixaForum suelen convertirse en una cita más concurrida que los museos convencionales. Los medios materiales y publicitarios que despliega son considerables, los diarios se hacen eco, el público acude, el paseo es agradable. Ahora bien, la capacidad narrativa de una exposición de piezas de arte tiene limitaciones inevitables, mas aun si pretende abarcar un concepto tan difuso y a la vez tan amplio como “Mediterráneo, del mito a la razón”, como lo intenta el profesor de Estética de la Universitat Politècnica de Catalunya, Pedro Azara, comisario de la muestra actualmente en curso. De la belleza de las piezas
expuestas y del ingenio del montaje el público retendrá, probablemente, que el Mediterráneo es una mar de mitos y de razón, pero con mucha dificultad se lo podrá explicar. El concepto de cultura mediterránea, extremadamente poliédrico y al mismo tiempo indudable, se resiste a ser definido y una exposición de piezas de arte no es el medio más elocuente para lograrlo.
expuestas y del ingenio del montaje el público retendrá, probablemente, que el Mediterráneo es una mar de mitos y de razón, pero con mucha dificultad se lo podrá explicar. El concepto de cultura mediterránea, extremadamente poliédrico y al mismo tiempo indudable, se resiste a ser definido y una exposición de piezas de arte no es el medio más elocuente para lograrlo.
Además de una zona geográfica, intuimos que el Mediterráneo es una cultura, una forma de entender la vida. En este mar de la historia, la cultura grecolatina acabó por impregnar toda la cultura occidental, frente a la islámica desplegada en la otra orilla. El mosaico de realidades superpuestas que abraza el viejo mar entre tierras (eso significa su nombre) ha convertido siempre en imposible una definición clara y general del concepto mediterráneo, aunque múltiples autores lo intentan periódicamente con fortuna variable.
Yo lo probé en mi libro de 1986 El Mediterrani ciutat, destinado a describir la personalidad urbana de las principales metrópolis de ambas orillas. A pesar de todo, la definición también se me hizo esquiva. Tuve que reconocer en el prólogo: “Viajando por él, me he inclinado con frecuencia a pensar que el Mediterráneo es más que nada un estado de ánimo. No aspira a muchas definiciones. Es la indefinición de un hecho patente que se enuncia más con actos que con frases. Es un sobreentendido de quienes sintonizan con él. Un principio de quienes no venderían la herencia por un puesto de camarero flamante en la capital. Es una debilidad, un amor inconveniente, inoportuno, improcedente, intempestivo, inesperado e incomprensible. Pero irrenunciable.
“Algunos días he creído ver claro que el Mediterráneo es una evidencia que se formula con el burbujeo de cuatro palabras esenciales, con la yema de los dedos, con el brillo de los ojos, con la tirantez de la piel soleada, con un murmullo de labios, con la invitación del beso, con el campaneo del instinto, con el latido del osar poder, con la altivez del liberto, con la fuerza de una razón destilada de la vida, con la intensidad de una fe probada, con el repique del corazón, con el pensamiento descalzo, con la arritmia de los argumentos, con la masa de la sangre.
“El Mediterráneo gratifica y se injerta. Es un deseo incontinente. Una inclinación natural. Una atracción atávica. Una bonanza para quienes, como Ulises, se han atado al palo mayor tapándose los oídos para no escuchar el canto de las sirenas durante la tempestad. Es un patrimonio baqueteado. Un aire familiar. Un flujo incansable. Un puerto expuesto y abrigado a la vez. Una fidelidad, una astucia, un reto. Un orgullo viajado. Una intuición bregada. Esta es toda la definición que he encontrado al término de un largo viaje y un obstinado regreso”.
No creo que esas frases introductorias fuesen la confesión de un fracaso en el objetivo de mi libro. Del mismo modo, la exposición del CaixaForum tiene el mérito y el atractivo de intentarlo de nuevo.
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