Me dijo que decidió comprar y arreglar aquella vieja casa de pueblo tras la muerte de su marido porque se enamoró del limonero que crece en el patio. Toda la casa gravitaba alrededor del patio con limonero, tal vez más concretamente alrededor del sentimiento suscitado por el limonero como ilustración de una vida luminosa y perseverante, defendida frente a los altibajos. El arbolito no presentaba en apariencia nada de particular. Era más bien achaparrado, de un rendimiento algunos años eufórico, en otros momentos más moroso e incierto. Crecía en el rincón soleado del patio, que la alta cerca de piedra aislaba del viento. El mobiliario del jardín
estaba formado por dos sofás de mimbre acolchados y una mesa, fácilmente desplazables en función de las conveniencias de orientación en verano o en invierno. Era un patio cómodo y acogedor, pensado para ser utilizado todo el año.
estaba formado por dos sofás de mimbre acolchados y una mesa, fácilmente desplazables en función de las conveniencias de orientación en verano o en invierno. Era un patio cómodo y acogedor, pensado para ser utilizado todo el año.
La presencia del árbol solo cobraba importancia si se prestaba atención a las palabras con que lo señalaba la propietaria, el tono con que expresaba el afecto dispensado al modesto limonero. Era el mismo tono con que me mostró los cambios que había introducido en aquella vivienda de pueblo. El arreglo de cada dependencia había sido llevado a cabo sobre una pauta que me pareció muy asociada a la calidez de la propietaria.
El vacío dejado por la ausencia del marido se hacía patente, sin necesidad de aludir a ello. Su foto ampliada se encontraba sobre el piano de cola. Tras recorrer la casa, no me hizo sentar en la sala de estar del piano. Tomamos el aperitivo a la cocina, pensada también para estar con comodidad.
Almorzamos en la galería cubierta, destinada antiguamente a establo del ganado. Después de comer tampoco nos instalamos en la sala de estar presidida por el piano. Hicimos sobremesa en el jardín, resguardado de la tramontana que soplaba a lo lejos y esmaltaba la tarde. Nos sentamos de cara al limonero.
Charlamos de los hijos, pasamos revista discretamente a amigos y conocidos, sobrevolando cada tema sin detenernos mucho en ninguno en particular. Tras la larga conversación, me di cuenta que llevaba tiempo sin recibir el reflejo de tanta calidez, encarado a la luz viva del limonero y la propietaria, mientras la tarde viraba lentamente hacia el crepúsculo encendido de los días de tramontana. Después, por la noche, di vueltas a los ingredientes de la idea de calidez, empezando por el detonante del limonero.
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