Durante largos años la calle Florida fue el eje del centro de Buenos Aires, uno de las primeras convertida en arteria reservada a los peatones, sin la irrupción circulatoria de las grandes avenidas. Pero, desde mis primeros viajes, la calle Florida ya había sucumbido en gran parte al comercio de baratillo, a la caza del forastero desprevenido. Vi cerrar a los grandes almacenes Harrod’s, en una señal de hundimiento cíclico del país que parecía imposible que llegase. El movimiento de peatones en el centro urbano porteño sigue utilizando hoy la calle Florida de forma densa, aunque sin distinción específica. En la esquina con la avenida Córdoba suele colocarse alguno de los imitadores de Joan Manuel Serrat para recolectar la pequeña voluntad monetaria de los viandantes. A la altura de la avenida Corrientes las viejas sastrerías elegantes a la moda inglesa ofrecen ahora rebajas todo el año. En la confluencia con la avenida de Mayo, las cafeterías presentan unas salas desmayadas. Las tiendas de ropa de cuero ya no son las mejores. Tampoco las oficinas bancarias, las galerías comerciales, las librerías ni las casas de discos. Tan solo los kioscos de prensa mantienen una vitalidad
envidiable, abigarrados, titilantes de colores chillones. Acostumbro a rodearlos a pequeños pasos, como en un vals lento. Curiosear los titulares de las portadas colgadas en exposición es una tentación a la que sucumbo a cada tramo del recorrido de la calle Florida, embobado y feliz, sin remordimiento. Los kioscos de prensa, en todo el mundo dotado de un mínimo de libertad de expresión, son mi adicción venial, focalizada sobre noticias más o menos reales e inteligibles, como un código interpretativo del terreno que piso.
envidiable, abigarrados, titilantes de colores chillones. Acostumbro a rodearlos a pequeños pasos, como en un vals lento. Curiosear los titulares de las portadas colgadas en exposición es una tentación a la que sucumbo a cada tramo del recorrido de la calle Florida, embobado y feliz, sin remordimiento. Los kioscos de prensa, en todo el mundo dotado de un mínimo de libertad de expresión, son mi adicción venial, focalizada sobre noticias más o menos reales e inteligibles, como un código interpretativo del terreno que piso.
He labrado mis atajos que nacen o desembocan en la calle Florida, prescindiendo de antiguas etiquetas de prestigio y rastreando nuevas en los arcenes de la corriente mayoritaria. Si es hora de almorzar o cenar, acudo a la parrilla del restaurante El Establo de la calle Paraguay, a una travesía (a una “cuadra”) del eje de Florida. La adopté tras ver cerrar todas las parrillas al paso que me gustaban de la avenida Córdoba.
La modalidad de comida al paso permite sentarse en la barra del establecimiento, justo ante el espectáculo trepidante de la parrilla asomada a la calle, sobre la que se dora y crepita toda la prodigiosa gama de cortes de carne y achuras, en un ballet gobernado por el magisterio del parrillero entresudado, ágil y taciturno.
La barra de El Establo debe ser el único elemento del escenario de la calle Florida que no he visto cambiar, cerrar o desaparecer a cada una de mis deambulaciones por Buenos Aires de las últimas décadas. Solo por eso ya representa para mi como un refugio activo, la refutación del dogma de la decadencia y la inexorabilidad del paso del tiempo.
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