Estos últimos días se han divulgado dos manifiestos colectivos de intelectuales españoles a propósito del debate catalán, uno encabezado por Mario Vargas Llosa para defender al nacionalismo español ante el nacionalismo catalán y el otro para propugnar una salida federal a la situación, impulsado por Nicolás Sartorius, entre otros signatarios. La reacción en Cataluña ha sido de escaso impacto, posiblemente por cansancio ante la repetición de argumentos que no han servido hasta hoy para desbloquear nada en ninguna de
las direcciones posibles. El principal destinatario de ambos manifiestos no es la opinión pública catalana, sino la española, que también tiene algo que opinar y a la que hemos reprochado con reiteración el inmovilismo o el desinterés ante las aspiraciones catalanas.
las direcciones posibles. El principal destinatario de ambos manifiestos no es la opinión pública catalana, sino la española, que también tiene algo que opinar y a la que hemos reprochado con reiteración el inmovilismo o el desinterés ante las aspiraciones catalanas.
Esos manifiestos llegan tarde, tardísimo, pero no dejan de poner sobre la mesa la necesidad de argumentar públicamente y debatir las posiciones de cada cual. Sean bienvenidos los retardatarios, sin que puedan pretender que el despliegue de argumentos, en un sentido u otro, prescinda del contexto del momento, tan marcado por el reparto escandalosamente injusto del peso de la crisis económica, por las posiciones largamente enrocadas de los principales partidos políticos y su demostración de resistencia a regenerar nada de todo lo que necesita comprobadamente regenerarse.
El ritmo vivido de actuación –o de pasividad—política frente a las consecuencias sociales de la crisis y al debate territorial no es un factor neutro ni inocente. Se ha perdido mucho tiempo esperando que el paso del tiempo arreglase las cosas por sí mismo. No las ha arreglado, al contrario. Ahora las ideas de los manifiestos topan con mayor escepticismo ciudadano, sólidamente basado en la experiencia vivida durante los últimos años a propósito de las responsabilidades de la clase dirigente y del papel de los opinadores. Se ha perdido mucho tiempo sin ideas y, sobre todo, sin propuestas con efectos prácticos.
Siempre es hora de debatir, sin embargo las ideas y las propuestas precisan demostrar, en algunas ocasiones con mayor garantía y urgencia que en otras, el resultado de su aplicación, el compromiso con la realidad que vivimos los ciudadanos.
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