El diario ABC de Sevilla me contrató como estudiante de periodismo en prácticas en su redacción central de la capital andaluza cuando yo no había cumplido todavía dieciocho años. Llegué con el empuje del cachorro y la resaca del Mayo que la historia del siglo XX escribe con mayúscula. No imaginaba que aquel mismo verano escucharía repicar de nuevo las campanillas del teletipo para anunciar otras noticias de las hacían parar las rotativas, como la invasión de Praga. Históricamente podía ser muy importante, pero vivido en la redacción de guardia nocturna del diario representaba un incordio que impedía terminar a la hora. Después de cenar era preciso apresurarse para cerrar las últimas páginas de la edición del día siguiente. Los colegas más
veteranos repasaban las galeradas con celeridad de expertos. El regente de la imprenta mandaba picar los últimos textos a los linotipistas y encajarlos sobre la platina, mientras yo me atascaba con la elaboración del mi artículo, como si cada noche tuviese que ganar el premio Pulitzer.
veteranos repasaban las galeradas con celeridad de expertos. El regente de la imprenta mandaba picar los últimos textos a los linotipistas y encajarlos sobre la platina, mientras yo me atascaba con la elaboración del mi artículo, como si cada noche tuviese que ganar el premio Pulitzer.
Concluida la tarea, hacíamos un rato de tertulia antes de marchar, de madrugada, con el diario fresco de tinta bajo el brazo. Un chofer nos acompañaba hasta casa en coche de la empresa. A mi no me podía dejar en el portal de mi domicilio porque vivía en pleno barrio histórico de Santa Cruz, cerrado a la circulación rodada. Me dejaba en la esquina de los Reales Alcázares y cada madrugada de aquel verano recorría a pie el dédalo de callejuelas que unen la plaza de Doña Elvira con la calle del Agua, donde me alojaba.
Mis pasos resonaban en el silencio de la noche e intentaban marcar un cierto compás con el murmullo de la fuente de la plaza. A aquella hora los pasos y los surtidores retumbaban en el barrio de Santa Cruz con un estallido cristalino nítido, suavísimo y solitario, acompañado por el tibio aroma que emanaba de los jazmines y el azahar, los limoneros y los alcaparros, los magnolios y la albahaca, las glicinas y el almizcle.
Sevilla era una ciudad de olores vivísimos, pero esas cosas no se aprecian especialmente cuando se está a punto de cumplir dieciocho años y ganar el premio Pulitzer. Tan solo reaparecen al cabo de mucho tiempo, al darme cuenta de que nunca más ningún diario me ha acompañado de madrugada hasta casa en coche de la empresa, que no he encontrado en ninguna parte un barrio como el de Santa Cruz ni ninguna plaza como la de Doña Elvira, que ya no existen las linotipias ni las galeradas, que de todo aquello hace ya cerca de cincuenta años y no he ganado el premio Pulitzer.
El eco de mis pasos en la noche, el murmullo de los surtidores y el aroma urbano del jazmín y el azahar me han dejado un vacío en el currículum y de vez en cuando retorno a Sevilla a coser un siete de la memoria. La ciudad está acostumbrada a ser vista, sucesivamente, como capital de la Bética romana, perla del Califato y metrópoli del mayor imperio del mundo cuando se convirtió en "puerto y puerta" de las Indias. También se acostumbró a la decadencia de una burguesía de latifundistas ausentes y a la emigración.
Al topar con América un navegante visionario en 1942, Sevilla tenía 40.000 habitantes. En 1560 alcanzaba los 100.000 gracias a los réditos colombinos. De aquel modo igualaba a Lisboa, Londres o Venecia, tan solo superadas por Constantinopla, París y Nápoles. Pero Sevilla no se preocupó de ampliar el puerto fluvial. A partir de 1559, la peste vino a consumar el declive, rematado con la expulsión de los moriscos en 1609.
El Estado y los patrocinadores de la Expo de 1992 aportaron un billón de pesetas en inversiones, como para remontar déficits acumulados. A pesar de concentrarse el certamen en la isla fluvial de la Cartuja, también sirvió para liberar al término urbano del dogal del trazado ferroviario que lo colapsaba y multiplicar las comunicaciones modernas sobre el río que lo divide. Los sevillanos redescubrieron el Guadalquivir como los barceloneses el mar dentro de la ciudad.
La deambulación nocturna por el céntrico barrio de Santa Cruz me sigue pareciendo un prodigio. Tan solo deseo que el progreso no elimine de Sevilla el aroma tibio del jazmín y el azahar, del limonero y loas alcaparros, de la magnolia y la albahaca, de la glicina y el almizcle, que las trompetas de la renovación no ahoguen el eco de mis pasos y el murmullo de las fuentes contra el telón de fondo del silencio de madrugada en el barrio de Santa Cruz, con premio Pulitzer en mi bolsillo o sin él.
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