21 oct 2014

Los limoneros de Palermo ya no están, el sentimiento sí


En Palermo suelo huir de la algarabía del centro urbano y refugiarme en la paz uterina del palacio Abatellis, muestra eminente de gótico civil catalán que el maestre portulano Francesco Abatellis encargó el siglo XV para su mujer de origen barcelonés Eleonora Soler, la dulcissima coniuge recordada en la lápida del portal. El estilo deseado por el propietario se inspiró en los mejores casas de su capital, que entonces era Barcelona, a la que debía viajar para resolver los
asuntos burocráticos y comerciar. Las naves sicilianas exportaban a la metrópoli catalana grano, azúcar, algodón, seda, coral y esclavos. Las naves catalanas llevaban telas y manufacturas de cuero, armas (ballestas, corazas, dagas) y productos agrarios como miel de Tortosa, aceite de Mallorca, arroz de Valencia, pasas de Alicante, arenques de Sevilla...
Aquel palacio Abatellis fue restaurado tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial como Galería Regional Siciliana por el arquitecto Carlo Scarpa. Hoy es uno de los museos más bellos del mundo, por la Annunziata de velo turquesa pintada por Antonello de Messina y el busto de Leonor de Aragón esculpido en alabastro por Luciano Laurana. Salvo esas pocas obras culminantes y el propio edificio, lo demás resulta holgado y prescindible. Por eso rezuma una sensación de comodidad, amplitud y reposo. 
En mi juventud comencé a querer a Palermo --esa Bogotá de la Europa mediterránea-- porque la primera visión que ofrecía al bajar del avión era la ladera de la montaña alfombrada por una plantación extensiva de limoneros ubérrimos, que titilaba como una constelación de amarillo centelleante bajo el cielo enardecido de la capital siciliana. Aquel primer vistazo desde la pista de aterrizaje del aeropuerto Punta Raisi constituía un recibimiento de impacto, un golpe seguro del fascino siciliano. 
Ahora los limoneros ya no están y la montaña pelada proyecta un tenebroso color parduzco. Prefiero no saber qué ha ocurrido con los limoneros de Palermo, me lo imagino sin necesidad de detalles. Al bajar ahora del avión procuro no levantar la vista, abandono el aeropuerto cabizbajo y me apresuro a consolarme en el centro de la ciudad con otros atractivos que descubrí en mi juventud y que me gusta ripristinare, regenerar a la primera ocasión. 
Por ejemplo mi particular ceremonia del five o’clock cannolo con una copa de vino de Marsala en la terraza o los salones (según el momento del año) del Antico Caffè Spinnato, en la calle peatonal Principe di Belmonte. Me gustan con delirio los canalones dulces sicilianos, los cannoli de ricotta y también el vino de Marsala, sin embargo no son los principales componentes de mi rito íntimo. El ingrediente primordial es la avidez de la mirada sobre el escenario humano de la céntrica cafetería, donde creo adivinar una emulsión de casi todo lo que me interroga a propósito de la grandeza de la isla y la atracción insorteable que me inspira despierta 
Los dulces han jugado siempre un gran papel en el Mediterráneo, aunque fragilísimo. La pastelería representa el estadio más vulnerable de la infinita gama de preparaciones comestibles, de modo que malograr o bastardear un pastel es el peligro culinario más fácil y rápido de todos. La pastelería constituye una de las especialidades que ha sucumbido peor a la industrialización, por eso se convierte en una joya rara el hecho de encontrar en Sicilia una cultura que la ha mantenido en la cima del nivel histórico y la ha sabido poner al día.
Los cannoli y la cassata son una de las más nobles expresiones del alma siciliana, el monumento a una manera de vivir y celebrarlo. Una manera desde luego medio árabe, medio volcánica, abigarrada por dentro y revestida por fuera con la suavidad equilibrada y solar de la capa de azúcar glaseado y la guinda más cercana a la idea de pezón trémulo de una ninfa, cuando la pieza ha salido bien. 
En Palermo se pueden perder o bien recuperar --ripristinare-- muchas ilusiones y yo mismo estoy dispuesto a renunciar a unas cuantas con tal de seguir amando a esta ciudad sobre el terreno. En última y extrema instancia, estaría dispuesto a renunciar a acariciar de nuevo con la mirada las carnales cúpulas semiesféricas de San Giovanni degli Eremiti (en la foto). 
Estaría dispuesto a dejar de hacer la reverencia amantísima al busto alabastrino de Eleonora d’Aragona en el museo del Palazzo Abatellis restaurado. Incluso podría renunciar a mi particular subida al auténtico altar en que se ha convertido la escalinata del Teatro Massimo (la mayor sala de ópera de Italia y tercera de Europa), tras verse inmortalizada en la última secuencia de la película “El Padrino 3”, de Francis Ford Coppola, con música de fondo del Intermezzo de la ópera Cavalleria Rusticana, en una de las escenas más conmovedoras de la historia del cine (y de la música). 
En Palermo sería capaz de renunciar a casi todas mis costumbres, si puediese regresar ni que fuese solamente por la tentación lasciva del five o’clock cannolo con una copa de vino de Marsala en el Antico Caffè Spinnato. E poi magari amarti.

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