Llegué la primera vez a Washington con la impaciencia de entrever con mis propios ojos algún mecanismo interno de la capital de la primera superpotencia. También con la convicción de que difícilmente lo conseguiría, por las incontables capas que revisten y sofistican al núcleo del imperio. Mi sentimiento se reveló equivocado desde el primer instante. Una vez instalado en el hotel, salí a dar una vuelta de reconocimiento por el centro urbano. Observé en las calles las idas y venidas apresuradas de los lobbystas y sus secretarias, todos de una elegancia media apreciable. En una tienda de gadgets compré una insignia de solapa, que aun
conservo, con la inscripción: “Use your head, little things count”.
conservo, con la inscripción: “Use your head, little things count”.
La tarde oscureció pronto y en las calles el ballet de lobbystas y sus secretarias terminó de golpe. Las horas siguientes las dediqué a descansar en el hotel, aunque la impaciencia de absorber más escenas washingtonianas me empujó a salir a cenar por los alrededores. Entonces tuve de golpe la visión percutora del mecanismo interno del núcleo del imperio.
Aquellas mismas calles que los lobbystas, sus secretarias y yo acabábamos de recorrer a la luz del día, se veían ahora tapizadas en cada esquina por prostitutas de piel negra a la espera de clientes. Eran exactamente las mismas calles del centro, pobladas por usuarios completamente desiguales –desigualados—con apenas un par de horas de distancia. No lo ocultaban, la capital del imperio posee dos núcleos y los mostraba sin rubor en las mismas esquinas.
Aquellas mismas calles que los lobbystas, sus secretarias y yo acabábamos de recorrer a la luz del día, se veían ahora tapizadas en cada esquina por prostitutas de piel negra a la espera de clientes. Eran exactamente las mismas calles del centro, pobladas por usuarios completamente desiguales –desigualados—con apenas un par de horas de distancia. No lo ocultaban, la capital del imperio posee dos núcleos y los mostraba sin rubor en las mismas esquinas.
La ficticia demarcación municipal de Washington cuenta 600.000 habitantes, el 70 % negros. Por eso el alcalde carismático (los oponentes dicen folklórico) de la ciudad fue de 1979 a 1999, durante cuatro mandatos, el ciudadano negro Marion Barry. Mientras lo era, fue detenido el año 1990 por la policía en un motel por consumo de droga junto a una mujer que no era la suya, pasó seis meses en la cárcel y la salida fue reelegido, hasta renunciar en 1999 a presentarse de nuevo.
Los barrios residenciales blancos del área metropolitana cuentan más de 3 millones de habitantes y han rebasado los límites del pequeño distrito de Columbia para solaparse sin discontinuidad con los de Virginia y Maryland. También viven aquí el presidente de Estados Unidos, los ministros, 450 diputados, 100 senadores, 30.000 empleados federales, 30.000 diplomáticos, 3.000 periodistas y 80.000 lobbystas dedicados profesionalmente a influir sobre todos los oficios anteriores. Deambulan 17 millones de turistas al año, primordialmente norteamericanos que visitan los escenarios, memoriales y museos de la historia del país, reunidos alrededor de aquella reverberación del orgullo nacional que deben poseer las capitales oficiales.
Cuando miro la chapa de solapa que compré con la inscripción “Use your head, little things count”, algún mecanismo de la memoria me lleva a recordar las dos palabras “Hey, honey!” que me dirigían invariablemente las prostitutas del anochecer en cada esquina de Washington, con una caída de ojos, como una jaculatoria piadosa. En cambio las palabras de los lobbystas y sus secretarias las he olvidado sin remedio. El alcalde Marion Barry acaba de morir.
0 comentarios:
Publicar un comentario