Hoy he saludado nuevamente, de paso, a un antiguo compañero que en la Escuela de Periodismo se caracterizaba per el abultado volumen de libros, revistas y diarios que llevaba siempre bajo brazo arqueado, con la misma naturalidad que otros llevan bigote, gorra o pendientes. Solían ser libros de la última hornada y diarios y revistas recién impresos en países varios. Más de cuarenta años después, sigue llevando el fardo bajo el brazo exactamente igual. Debe ser el hombre del país que ha leído más, sin haber publicado ni una letra de cosecha propia. Es un hombre inédito, ágrafo, de una virginidad productiva absoluta e intacta. La agrafia es el antónimo de la grafomanía, una incapacidad –voluntaria o patológica— de expresarse por escrito frente a la
verborrea reinante. Podría ser considerado una anomalía, aunque tengo la impresión de que mi amigo padece sencillamente una pereza vital sin fisura, excepto para leer.
verborrea reinante. Podría ser considerado una anomalía, aunque tengo la impresión de que mi amigo padece sencillamente una pereza vital sin fisura, excepto para leer.
En la época en que compartíamos pupitre me despertaba una admiración, una fascinación irreprimible. Más adelante me sentí incapaz de admirar la virginidad en la edad adulta o el supuesto atractivo del vacío. Me doy cuenta de que, en realidad, ignoro del todo si debe atribuirse la desproporcionada conducta de mi antiguo compañero a una fuerza de voluntad hercúlea para no contaminar la república de las letras más de lo que está o bien a una falta de empuje incombatible a lo largo de toda una vida.
En algún momento de nuestra trayectoria profesional, tan paralela en el tiempo, trabajó en un medio de comunicación donde yo publicaba mis colaboraciones. Él ocupaba en la redacción un puesto de coordinación que no le obligaba a escribir, de lo que se abstuvo con una pulcritud extrema. Pronto regresó a la nebulosa privada, a pesar de no llevar una vida agorafóbica ni ascética, como revela su ampuloso perímetro abdominal. Durante los años de estudiante le perseguía con visible interés una novia, que él terminó por alejar tras un primer tiempo de duda, separados probablemente por aquel abultado volumen cotidiano de libros, diarios y revistas pendientes de leer.
Lo encuentro con cierta regularidad en distintos ambientes culturales, siempre como espectador transeúnte caracterizado por idéntica hinchazón de publicaciones impresas transportadas bajo el brazo, renovadas cada vez, cada día. Su conversación respeta la misma proporción cero que su escritura. Es amable, educado, incluso cordial, dotado con una sonrisa seráfica e indescifrable en el momento de los saludos de rigor, que es el punto donde comienza y termina su juego dialéctico. Ha logrado no figurar en ningún anuario ni dejar el más mínimo rastro, ni tan siquiera indirecto, en Internet.
Debe ser el hombre que ha interiorizado más conocimientos leídos sin exteriorizar ni uno, un hombre de bagaje cultural incomparable, como se podría tal vez apreciar si algún día llega a romper el himen de su silencio. Alcanzada la edad laboral de jubilación igual que yo, no lo ha roto hasta ahora. Se trata de un caso de laboratorio de sabio con el expediente en blanco, de vida profesional completa sin ejercer, sin pasar a la acción, aunque obsesivamente informado del día a día local e internacional.
Un periodista tan virgen como él entraña un mérito dudoso, pero solidísimo. Mantengo la secreta esperanza de que en el recordatorio de su funeral deje escrito una reflexión fugaz y centelleante, tal vez unos versos que sean su opera prima sublime y definitiva.
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