29 dic 2014

El Louvre se renueva con agilidad para no morir de éxito

Cuando en 1989 se inauguró la espectacular y rupturista pirámide de vidrio como entrada principal del Louvre, el museo más amplio y visitado del mundo sumaba 2,7 millones de visitantes anuales. Hoy los ha cuadriplicado hasta los 9,5 millones y las colas para entrar empiezan a ser un problema. Los responsables acaban de anunciar que remodelarán todo el acceso (sin tocar la pirámide) con un presupuesto de 53 millones de euros financiados por el propio museo, procedentes de los 965 millones que paga como franquicia la sucursal de nuevo rico en construcción en el emirato árabe de Abu Dhabi. La iniciativa ha sido del director desde el año 2013 del Louvre, Jean-Luc Martínez, historiador del arte nacido en París de padres
españoles. Al ser nombrado declaró: “Vengo de un ambiente modesto. Mi madre era portera y mi padre cartero. Lo debo todo a la escuela de la República”.
Siempre me ha parecido discutible la costumbre turística de "ir  de museos" inevitablemente al visitar una ciudad, como si formase parte insorteable del circuito establecido. Yo no lo hago. Generalmente solo vuelvo a los museos si tengo un motivo preciso y renovado, no por costumbre. Excepto al Louvre, el único al que regreso siempre, invariablemente, con motivo o sin él. El museo más importante del mundo por sus colecciones es un espectáculo en sí mismo y uno de los mejores paseos de la ciudad, al margen de las piezas eminentes que contiene y las exposiciones que organiza. Las piezas ya las conozco, pero el recorrido del Louvre se renueva continuamente con envidiable dinamismo. 
A primera hora de la mañana acudo a hacer la cola antes de que abra las puertas, cuando en verano recién clarea o en invierno aun es de noche y reina una temperatura impertinente, de modo que al entrar experimento una satisfacción ganada con un poco de esfuerzo y por lo tanto doblemente gratificante. Echo un vistazo de paso a la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo y la Gioconda, pero me fijo más en las dos cosas del Louvre que me hacen volver: el ballet de los visitantes fascinados y, sobre todo, la vista al exterior que ofrecen las ventanas del antiguo palacio real.
Los ventanales asomados al aire libre de los jardines de las Tullerías son la obra de arte que más me conmueve de todo el museo. Los 200 millones de euros de presupuesto anual del Louvre (100 del Estado francés y 100 de ingresos propios y mecenazgo) incluyen el mantenimiento de los jardines de las Tullerías, que para mi son su pieza maestra. 
París no se han resignado a saldar la grandeur a la primera acometida de la moda norteamericana. Durante la década de los 70 se sacó de la manga el Centro Beaubourg y el complejo de los Halles, museo y galería comercial de nueva generación que era preciso haber recorrido para estar al día. La década socialista de los 80 y el largo mandato presidencial de Mitterrand hasta 1995 multiplicó aquella misma política, gracias a la fiebre constructora de nuevos monumentos destinada a salvar airosamente la impresión de déjà vu, con presupuestos de Estado para mantenerse como primera potencia de visitantes. 
Era necesario que cada uno encontrase nuevos puntos de atracción junto a la envejecida evocación de su bautismo parisino años atrás, vivido en las aguas del Sena como si fuesen las del Jordán. Todo el mundo había repetido ya muchas veces el trayecto maravillado a bordo de los bateau-mouche y tenía al Louvre muy visto. París ya no constituía una asignatura pendiente ni un descubrimiento. Dábamos la capital francesa por sabida y nos inclinábamos a otros descubrimientos. 
Hoy la novedad arrastra de nuevo hasta muchos atractivos parisinos renovados, aunque a la primera oportunidad algunos de aquellos viejos amantes escapemos de la cola como a escondidas para volver a recorrer el Jardín del Luxemburgo, pasear por los muelles del Sena, escuchar de noche nuestros pasos en la Place des Vosges y desayunar croissants chez Flore. También a París nos enseñaron que la nostalgia es un error.

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