Un día Amadeu Cuito detuvo el coche en la carretera para hacerme bajar, caminar un trecho campo a través y enseñarme el punto exacto del camino de tierra de las afueras del pequeño municipio de Rabós (185 habitantes, Alto Ampurdán) donde descubrió, tras ocho años de esfuerzos, el ramal que buscaba de la Vía Heraclea de los iberos del siglo VI aC y acto seguido de los romanos. Ese sendero es para mi desde aquel día la auténtica Vía Heraclea revivida y de vez en cuando regreso a él con la misma convicción. Ayer lo recorrí con un grupo de amigos (de izquierda a derecha de la foto el director de la revista Alberes David Pujol, la ex alcaldesa socialista de Rabós y maestra Rosa M. Moret y el biólogo y hombre-orquesta Josep M. Dacosta) por el placer de ventilarnos un poquito en compañía,
estimular la glándula pineal del ejercicio voluptuoso de mirar la infinidad de cosas reales alcanzables, acechar la raya de nuestro horizonte, indagar el meollo misterioso de la belleza de este paisaje y sus bambalinas (el desayuno de tenedor en Garriguella), dejarnos despeinar un rato por el aire de tramontana, acariciar por la suculencia del mimoso sol de la primavera incipiente y prestar oído al eco lejano del paso de las legiones romanas y cartaginesas sobre estas tierras ampuritanas.
estimular la glándula pineal del ejercicio voluptuoso de mirar la infinidad de cosas reales alcanzables, acechar la raya de nuestro horizonte, indagar el meollo misterioso de la belleza de este paisaje y sus bambalinas (el desayuno de tenedor en Garriguella), dejarnos despeinar un rato por el aire de tramontana, acariciar por la suculencia del mimoso sol de la primavera incipiente y prestar oído al eco lejano del paso de las legiones romanas y cartaginesas sobre estas tierras ampuritanas.
De entrada es de toda lógica que el corredor natural que enlaza el flanco mediterráneo de la Península Ibérica con el continente europeo (sobre todo con Roma a través del sur de Francia y los Alpes Marítimos) constituyese la ruta terrestre utilizada desde los tiempos más remotos. En la época de los iberos recibía el nombre de Vía Hercúlea o Vía Heraclea porque comunicaba con las míticas Columnas de Hércules en Cádiz y el estrecho de Gibraltar. También se llamó Camino de Aníbal, por la resonancia del paso irrumpiente de los cartagineses, y en último término camino de los romanos.
Al inicio de nuestra era el emperador romano la bautizó Vía Augusta, al mismo tiempo que la ampliaba para abrir paso a las legiones ocupantes de Hispania y luego al comercio y la colonización (una vez franqueado el Pirineo por este extremo mediterráneo se llamaba Vía Domicia, la columna vertebral de la Galia Narbonesa). A lo largo de los 1.500 km peninsulares el trazado se ha mantenido básicamente intacto hasta hoy en múltiples puntos, por ejemplo el paso fronterizo de El Pertús por la carretera, la autopista, el tren de alta velocidad y el túnel de conexión interfronteriza de la línea eléctrica de Muy Alta Tensión (MAT).
Que el trazado de la ruta de hoy sea tan similar no significa que se conozcan muchos detalles sobre la antigua vía ibera y romana ni sus numerosas ramificaciones sobre el terreno concreto. Víctor Hurtado y su primo Amadeu Cuito dedicaron ocho años entusiastas a buscar el rastro de la Vía Heraclea en la comarca fronteriza. Publicaron el resultado en el libro La Via Heràclia, entre la història i el paisatge, editado el año 2000 a cuenta de autor con mapas, escritos, dibujos de la artista alemana Anke Blaue y fotos históricas de J. Esquirol y J. Donadeu.
En este tramo preciso del camino de las afueras de Rabós que volví a recorrer ayer con mis amigos, los autores de aquella búsqueda vivieron el grito de una revelación, muy bien descrita por Cuito en su libro: “Pasamos mucho tiempo buscando una prueba física o documental que nos confirmase uno de los itinerarios posibles, hasta que un día Víctor Hurtado, que había publicado un mapa de la Cataluña del año 1000, recordó la existencia de un documento del año 935 en que el obispo de Girona mencionaba como límite de los dominios de la abadía de Sant Quirze [de Colera] una ‘strata’ que va de Delfiá a Rabós. Una ‘strata’ en aquella época hacía indiscutiblemente referencia a una vía habilitada por los romanos. Reforzados por este descubrimiento capital, tuvimos la suerte de encontrar en Rabós un trozo de ese antiquísimo camino. En el extremo de un campo lo vimos hundirse en una alud de espinos blancos, zarzas de flores rosadas, colas de plumeros, hojas dentadas, racimos de flores amarillas y frutos rojos cayendo sobre un suelo verde manchado de flores azules (...) Sudábamos. De repente oímos un grito. Entre la maleza discurría una línea de piedras blancas lustradas por el sol. Al alcanzarlas y levantar la mirada, quedamos atónitos. Hasta el cerro subía recta y esplendorosa una avenida solemne que transformaba a la montaña en sagrada. No se veían casas ni cultivos. A media altura, una mata de alcornoques ofrecía su sombra solitaria. El cielo estaba inmóvil y la tierra desierta, pero bajo la piel morena de aquella naturaleza salvaje fluía el tiempo de los humanos”.
Poco después Amadeu tuvo la amabilidad de llevarme al punto exacto de aquella revelación y explicarme el hallazgo sobre el terreno, en el camino de las afueras de Rabós. Mi mirada no estaba documentada como la suya y tan solo vi naturaleza salvaje allí donde él discernía con el Eureka! de Arquímedes el trazado de la Vía Heraclea. No me decepcionó, porque mi fe en las palabras de Cuito es absoluta y porque nuestras escapadas al Coll de Banyuls, a Perpiñán o a las mesas de la María de Mollet de Peralada son autosuficientes por sí mismas y la eventual demostración de postulados históricos no aumentaría el placer de nuestra conversación amistosa.
Por más que el rastro de la Vía Heraclea de los iberos resulte inconsútil a mis ojos en el camino de las afueras de Rabós, su vibración no. La fe terrena –el entusiasmo de creer-- mueve montañas y abre caminos, inclusive la Vía Heraclea de los iberos del siglo VI aC en el bellísimo sendero de las afueras de Rabós, tal como comprobamos de nuevo ayer con los amigos, tras un buen desayuno de tenedor, por el placer de reencontrar aquel ejercicio voluptuoso de mirar la infinidad de las cosas reales alcanzables, o cuanto menos creer reencontrarlo.
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