El chisporroteo internacional del libro recién publicado por la periodista Kate Andersen Brower sobre las interioridades domésticas de sucesivos presidentes y sus esposas en la Casa Blanca bajo el título The residence. Inside the private world of the White House, me ha obligado a recordar a escala local el cambio de régimen que presencié durante la etapa del presidente Tarradellas en el Palau de la Generalitat, donde los imprevistos del oficio me llevaron a trabajar con creciente sorpresa. El edificio era la sede de la Diputación de Barcelona y había quedado marcado por el anterior presidente Juan Antonio Samaranch, tanto
en el aspecto humano (los funcionarios le adoraban por su munificencia) como decorativo (renovó una parte de las instalaciones, inclusive la residencia anexa de la Casa dels Canonges, unida al Palau a través del falso puente gótico de la calle del Bisbe).
Los numerosos funcionarios de la Diputación, una vez emigrado Samaranch, comprobaron desde la atalaya privilegiada de la plaza de Sant Jaume el cambio del viento y se pusieron forma solícita a la disposición de los nuevos responsables de la situación como perfectos demócratas vocacionales. Los de mayor rango se desplazaron personalmente a Saint-Martin-le-Beau para que todo se encontrase a gusto del nuevo mandatario a su llegada, los de rango medio o inferior se desvivieron in situ en el mismo sentido. El presidente Tarradellas, que valoraba la escenografía del poder, estaba maravillado con la cantidad de empleados de la corporación provincial dispuestos con insistencia a servirle y mantener o incluso mejorar el puesto de trabajo, también los nutridos servicios auxiliares y técnicos de protocolo.
Sin embargo la huella munificente del anterior presidente en la política de contratación de personal y el gusto muy dudoso de Samaranch y su esposa en la decoración de algunas dependencias del Palau de la Generalitat no eran fáciles de borrar. A pesar de que el presidente Tarradellas se encontrase a las antípodas en este terreno, aparentó no dar importancia a algunas cuestiones.
Los despachos centrales o históricos del edificio exteriorizaban menos el paso de Samaranch. En cambio la residencia anexa de la Casa dels Canonges se había convertido en lo referente a la decoración con proliferación de espejos murales por todas partes en un auténtico boudoir, por decirlo discretamente a la francesa. Abundaban las leyendas.
Durante los días que precedieron al retorno del presidente Tarradellas, una de las misiones periodísticas más cotizadas era que alguno de los solícitos funcionarios de la Diputación alineados con la nueva situación guiase discretamente la visita privada al boudoir como a un museo truculento del antiguo régimen, más aun al legendario cuarto de baño tapizado de espejos, en el que el usuario o usuarios quedaban reflejados en cuatro dimensiones. Conservo la foto de mi visita a ese lugar preciso, en una postura utilitaria que me aconseja no publicarla. Me guió con complicidad el entonces funcionario del Servicio de Prensa de la Diputación y actual cronista económico Josep M. Ureta, que aparece en la foto adjunta en otro momento más convencional de la visita.
El paso del presidente Tarradellas por el Palau de la Generalitat fue más corto que el de Samaranch. Con posterioridad no he regresado mucho al lugar.
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