En una determinada época pasábamos los fines de semana con mi mujer en una casa de fuera y nos gustaba dar largos paseos por el bosque, como para armonizar nuestro ritmo de vida con el orden natural del mundo, de un pequeño mundo delimitado y escogido. No renunciábamos a ello ni cuando llovía. Muchas veces la lluvia mansa era compatible con el paseo por el bosque, provistos de botas de caña y un buen paraguas. Mientras caminábamos y charlábamos de todo y nada, la miraba con disimulada insistencia al azar de cualquier curva del camino y me exaltaba la certeza de que por la noche la vería desnudarse en nuestro dormitorio. Aquella operación de cambiarse la ropa de calle por la de cama constituía el momento más esperado, el que me proporcionaba la sensación más
clara de haber alcanzado un estadio de la felicidad.
clara de haber alcanzado un estadio de la felicidad.
El resto del día no era más que un instrumento para llegar al momento de ir a dormir juntos. Su operación de cambio de ropa pasaba necesariamente por unos instantes de plena, confiada y admirable desnudez. Primeramente se libraba a las contorsiones propias de desprenderse del calzado y los pantalones, alzar los brazos para sacarse el jersei, desabotonar y prescindir de la blusa, doblar ambos brazos atrás hasta al centro de la espalda para desabrochar los dos ganchitos del sostén, bajarse el slip y, sin demora, enfundar el camisón o el pijama.
Aquel instante concreto era para mi el núcleo del día, el eje de mi fascinación, la inminencia segura de poder abrazar su cuerpo y encajarlo con el mío, que le esperaba inquieto. De la infinidad de ventajas e incomodidades de la vida en pareja, el instante de entrar en la cama y fundirse con el cuerpo del otro me parecía el más beneficioso del día, el más logrado, el más valioso.
Quizás por eso me gustaban los prolegómenos y hacía lo posible por llegar el primero a la cama. Desde la posición horizontal, con la cabeza y la mirada alzadas por la almohada, dominaba una perspectiva más abierta sobre su operación de cambio de ropa. Tal vez fuesen unos gestos que a otros lpodrían parecerles mecánicos, aunque para a mi eran como un ballet sublime.
La percepción visual alimentaba a otra. Amaba y me gustaba aquella mujer que se disponía a compartir la noche conmigo. Me parecía un prodigio y aun me lo parece. Sintonizar la vida de cada día con otra persona, compartir la intimidad y obtener un enriquecimiento mutuo no deja de ser un milagro. Durante el día nos acompañábamos, coincidíamos, nos acompasábamos, pero solo en el momento de entrar en la cama nos encajábamos. Se nos había metido el frío en el cuerpo y necesitábamos recuperarnos con las caricias morosas a la piel del otro.
Algunas noches la lluvia seguía cayendo y repicaba en el vidrio de las ventanas como por no desmarcarse del día transcurrido, ahora convertida en un hecho externo al campo de acción de nuestros cuerpos, que empezaban a adoptar otro ritmo mucho más sinuoso a pesar de las distancias reducidas al mínimo, revertidas hacia dentro. La humedad interna era mucho más cálida y acogedora que la de fuera.
Uno de los beneficios asociados al amor carnal es procurar un sueño plácido, cosa que negligen quienes poseen la inmensa fortuna de dormir solos perfectamente. En aquella época quizás lo atribuíamos al cansancio acumulado durante la semana de trabajo, al largo paseo por el bosque bajo la lluvia mansa, a los vaivenes del día o a la biología más elemental. En realidad el único sueño auténticamente plácido debe ser el que proporciona la victoria compartida en la batalla de los sexos, exhaustos y culminados, una vez puestos de acuerdo ambos contendientes, unidos también en el sueño no entendido como un estado pasivo, sino como otro grado de conciencia sobre la importancia de aquello que ponen en común.
El amor carnal favorece la circulación sanguínea, libera endorfinas, refuerza el sistema inmunológico, oxigena y limpia las coronarias tanto o más que pasear por el bosque, además de expresar sentimientos y enseñarnos a ser tiernos, generosos y juguetones. No está libre de impuestos, pero en aquella época eso no nos lo decíamos. Al día siguiente por la mañana hablábamos de todo, salvo de lo que había sucedido en la cama, de la elocuencia indescifrada del amor, la lluvia y el sueño.
Precioso.
ResponderEliminarEs un gustazo poder leerte.
Muchas gracias