Los amigos tenemos por costumbre invitarnos a comer o cenar en casa, no a desayunar. Es un error. Para los mañaneros el desayuno representa una de las comidas más apetitosas, suculentas y agradecidas, la remota artesanía de la comida. Según qué desayunos, claro está. Tengo una amiga que dispone de casa con terraza y hemos instituido, muy de vez en cuando, nuestros desayunos particulares, tanto en verano como en invierno. Los almuerzos y las cenas los destinamos a encuentros más concurridos. En cambio los desayunos los reservamos, muy de vez en cuando, a nuestro rito sapiencial entre dos. No es necesario puntualizar que se trata de desayunos de tenedor y cuchillo, con postres hechos en casa, café, copa, puro y música de
Chopin, sin que eso signifique ninguna glotonería. Practicamos más bien la alta calidad de la mesura, o al menos nos lo proponemos.
Chopin, sin que eso signifique ninguna glotonería. Practicamos más bien la alta calidad de la mesura, o al menos nos lo proponemos.
Ayer, en pleno verano, convinimos que desayunaríamos en su terraza un buen xató (migas de bacalao con salsa romesco, ligada con almendras o avellanas, aceite, vinagre y el toque esencial de la ñora o pimiento seco). En realidad el adjetivo calificativo de la frase anterior sobra, porque en la mesa de aquella casa todo es bueno. En esta ocasión elegimos el xató como eje, pretexto o cojín de demás elementos.
En nuestros mesurados desayunos hemos logrado girar como un calcetín el concepto dominante de “lógica de mercado” y retornarle un sentido decente y republicano, en el que la ambición de enriquecimiento individual recupera el impulso de compartir como base de la magra civilización disponible. Representa un cambio redistributivo y complaciente de manera de pensar, con la certeza de que la vida no es más que una utopía surtida con algunos desayunos como estos, muy de vez en cuando.
La limitación de comensales no se debe a ninguna misantropía. Hemos lleguado a la conclusión que, junto con la conversación pausada y las sencillas exquisiteces del menú del día, el elemento más excepcional de este horario en la mesa de la terraza es poder mantener la charla en plena calma de primera hora, combinada con el canto de los pajaritos mañaneros y los nocturnos pianísticos, preludios y polonesas de Chopin como música grabada de fondo.
La suma de los cuatro elementos (la comida, la calma, los pajaritos y Chopin) crea un equilibrio prodigioso y frágil, una atmósfera de pequeño y momentáneo paraíso terrenal que no alcanzarían en caso de darse por separado. Es posible que otros invitados no lo entendiesen.
Nosotros dos charlamos sin cesar y la mayoría de las veces nos pasamos un poco de la raya con las copitas digestivas de la sobremesa, pero lo hacemos con una cadencia, un tono de voz y un espíritu de coexistencia pacífica entre puntos de vista eventualmente distintos que no todo el mundo practica. Me da miedo que a otros invitados les resultase aburrido y quisieran sacudirlo con manías más habituales, sobre todo con la perversión tertuliana de atropellarse verbalmente los unos a los otros, levantar la voz como en un campeonato de halterofilia o simplemente imponer la funesta pretensión de saber de todo y llevar razón.
Nosotros dos charlamos tranquilamente, tanto si estamos de acuerdo como si no lo estamos. Nos hacemos mayores y ahora ya sabemos que el dédalo de las pequeñas armonías, el guión moral y el punto de equilibrio de las mejores cosas de la vida es tan relativo, inestable y opinable que debemos defender con dientes y uñas los momentos mullidos, temperados y amables de la diversidad humana.
De esos desayunos salgo montado en una nube. A veces me cuesta encontrar, con paso vacilante por la calle, la estación de metro más próxima para regresar. Lo interpreto como uno de los indicios pasajeros y solventes de la felicidad material. En las nubes beatíficas de la eternidad seguro que caminan de este modo. Y el xató, el jamón, el vinito, el pastel, el orujo y el Partagás estaban de campanillas.
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