19 sept 2016

El triunfo de la música de Vivaldi contra los caprichos de la moda

Ayer domingo la enésima historia de la música en cómodos fascículos semanales ofrecía en los kioscos un libro-disco sobre Antonio Vivaldi, el gran compositor veneciano completamente olvidado durante dos siglos y hoy el más vendido de la industria discográfica mundial. No compré el coleccionable, pero recordé con una sonrisa frente al kiosco que las partituras manuscritas de Antonio Vivaldi, conservadas en la Biblioteca de Turín, solo volvieron a tocarse en pequeños conciertos privados organizados por el escritor Ezra Pound y la violinista Olga Rudge en Rapallo a partir de 1933. La producción vivaldiana no fue catalogada hasta 1970, por
el musicólogo danés Peter Ryom-Verzeichis (por eso cada obra lleva como número de catálogo la identificación RV, con la cifra de orden correspondiente). Ahora Vivaldi se ha convertido en un filón, una mina.
No es cierto, como afirmaba Stravinsky con frivolidad, que Vivaldi escribiese 600 veces el mismo concierto ni tampoco que se haya convertido en música de ascensor o de supermercado. Esas opiniones insinúan que se trata de una música ligera, uniforme, poco densa, complaciente, fácil, repetitiva, centrada a menudo en el virtuosismo del violín y la voz femenina, en los tonos pastel del rococó veneciano. 
En realidad también engloba grandes piezas para coro como el Gloria RV 589, el Stabat Mater RV 621, el Credo RV 591 o el Nissi Dominus RV 608, así como una veintena de óperas revaloradas hoy al mismo nivel que las de Haendel. Los partidarios de la lánguida visión decadentista de Venecia son los mismos que menosprecian la clara música de Vivaldi. 
También es cierto que Vivaldi gozó en Venecia de un instrumento que no tenían la mayoría de otros compositores: toda una orquesta de señoritas y un coro de jóvenes voces femeninas a su disposición permanente, todos los días, durante décadas. La escuela o convento de la Pietà fue su casa, su taller y su teatro, con cerca de un centenar de muchachas instrumentistas y cantantes que vivían y estudiaban a sus órdenes. 
Los conventos, hospicios, hospitales o escuelas de Venecia no tenían exactamente la función que indica hoy esa definición. Eran centros de actividades más amplias, laxas y variadas. Operaban asimismo como residencia de jóvenes solteras dedicadas a aprender música, además de otras funciones asistenciales con que la Serenísima República se ocupaba de sus pobres para evitar más tensiones sociales de las necesarias. 
El joven Antonio Vivaldi se hizo cura como sistema de promoción social de un hijo de familia modesta. Fue ordenado en 1703 y destinado a la Pietà. Muy pronto dejó de celebrar misa y dedicarse a ningún otro culto que no fuese el de la música y de su amante, la joven contralto Aninna Giro, musa y principal intérprete de sus obras. Vivía con ella y con su hermana Paolina Giro, de la que también se dijo que compartía la condición de amante del maestro. El estilo de Vivaldi alejó del canto femenino simbolizado por la Giro de los viejos academicismos y adornos virtuosísticos, de los “sones trinados a la francesa" que decía Charles de Brosses. 
La vida de Vivaldi en la Pietà durante cerca de cuarenta años estuvo rodeada de altibajos, fugas y retornos a casa, en una trayectoria a menudo enigmática y neurótica. A los 62 años abandonó Venecia para morir arruinado en Viena seis meses después, en 1741. Fue enterrado en la fosa común (como Mozart más adelante). 
Uno de los seis cantantes que acompañaron al féretro era Joseph Haydn, entonces joven miembro del coro de la catedral vienesa. Pocos años más tarde Johann Sebastian Bach escribió la transcripción para órgano y clavicémbalo de una decena de conciertos de Vivaldi, cuando en la capital sajona de Leipzig las mujeres aun no podían participar en la música de iglesia, a diferencia de los ospedali de Venecia.
A continuación se dejó de tocar, completamente. Ahora aquella situación se ha visto reparada. Los días en que deseo escuchar una música especialmente exaltante, me pongo la explosión de fe en la vida que es el Gloria de Vivaldi, cierro los párpados y me transporto al muelle veneciano de las Zattere a la hora meridiana del ángelus, cuando las dos iglesias palladianas del Redentore y las Zitelle entablan un majestuoso diálogo de campanas y la caja de resonancia del canal lo expande como si sembrase en el aire la melodía más armoniosa del mundo con un gesto augusto y convincente de cotidianidad. Vivaldi es eso.

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