Los incendios forestales nunca han sido accidentales. Lo puede ser --o no—la chispa que los prende. Sin embargo la amplitud de su propagación tiene una sola causa: el abandono en que se halla el bosque por ausencia de una política de fijación de la población rural mediante medidas contra el éxodo a la ciudad ante la falta de condiciones de vida dignas en los pueblos pequeños. No se trata tan solo de política forestal, sino de política a secas. Los enormes incendios que acaban de asolar una parte de Galicia (la única comunidad autónoma gobernada en solitario por el PP) y Portugal (con un gobierno de izquierdas) son la consecuencia
de abandonar el medio rural a su suerte, librarlo a una supervivencia meramente vegetativa sin medidas reequilibradoras. Por más que los gobiernos insistan en poner el acento en el origen criminal del fuego, la extensión la adopta por culpa del estado de abandono de la masa forestal y de la población rural.
de abandonar el medio rural a su suerte, librarlo a una supervivencia meramente vegetativa sin medidas reequilibradoras. Por más que los gobiernos insistan en poner el acento en el origen criminal del fuego, la extensión la adopta por culpa del estado de abandono de la masa forestal y de la población rural.
La rentabilidad económica del bosque no puede basarse hoy en las mismas tareas que antes de la industrialización. Pero es igualmente evidente que los gobiernos han incumplido la misión de aplicar leyes modernas de desarrollo del medio rural y gestión de los bosques.
Es posible que detrás de estos devastadores incendios haya intereses particulares especulativos, ganaderos o inmobiliarios. La cuestión es la facilidad con que pueden actuar por falta de una política rural adaptada a las actuales circunstancias.
El día en que la juventud agraria pueda llevar en el campo una vida comparable a la de la ciudad, el fuego avanzará mucho menos. Los incendios forestales se encienden y apagan primordialmente en los despachos, con una política que impida convertir los bosques en yesca explosiva a la mínima llama accidental o provocada.
Echarle una vez más la culpa a los pirómanos, al viento o a la sequía ya no es admisible. Una política del medio rural puesta al día no evitará los accidentes o la locura de los incendiarios, pero limitará la rapidez de la propagación y por lo tanto la extensión de superficie quemada.
También puede llamarse prevención, aunque valdría más llamarlo simplemente responsabilidad de las autoridades que la tienen encomendada entre sus funciones. La ausencia de esa política quema mucho más que las llamas.
La tragedia del “chapapote” del petrolero Prestige en las costas gallegas en 2002 y la amplia movilización social del “Nunca máis” puso en evidencia las consecuencias catastróficas de las normas de navegación obsoletas. Ahora el grito “Lumes nunca máis” se enfrenta a la misma desidia reguladora.
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