Procuro encontrar el pretexto para acudir algunos años al Mercato Mondiale del Tartufo Bianco que se celebra cada sábado y domingo de los meses de octubre y noviembre en la ciudad piamontesa de Alba, entre neblinas otoñales del interior de la comarca y el penetrante aroma de entraña de la tierra que exhala este tubérculo, extrañamente identificable con el olor a gas. La cotizada trufa actúa más sobre la pituitaria que sobre el paladar, es una ilusión intensa y volátil de posesión de aquella entraña de la tierra. Los senderos húmedos de la comarca se ven transitados en esta época por hombres solitarios, precedidos por un perro que olisquea el suelo con desesperación, inmersos ambos en el silencio respiratorio de una tierra que
ellos auscultan como la palpitación de una víscera viva.
ellos auscultan como la palpitación de una víscera viva.
Las trufas viven en simbiosis parasitaria con las raíces de los robles, álamos, tilos y avellanos. Solo el hocico de los perros es capaz de detectarlas gracias un instinto muy antiguo y también al hambre que les hacen pasar en el proceso de adiestramiento.
Los avellanos son abundantes alrededor de la ciudad de Alba. Además de criar trufas, han dado pie a la primera fortuna de Italia, en manos de la heredera de la industria chocolatera Ferrero, que engloba asimismo la crema de avellanas Nutella y los huevos Kinder.
El efecto de la trufa es muy distinto al de las golosinas de chocolate. Se come en forma de raspadura casi inconsútil, rayada al instante sobre ensaladas, pastas, risottos, carnes crudas, foie-gras o purés. Da el auténtico do de pecho sobre un par de huevos fritos, que a pesar de las apariencias constituyen una pieza maestra del arte de cocinar.
Un par de huevos fritos pueden ser una emoción fastuosa y, tocados por las copos de trufa recién rayados, convertirse en una fulguración sublime. Argumentarlo sería inútil. El hecho de escribir no lo puede describir todo. Los sentidos también son una noble vía de conocimiento y, en algunos momentos escogidos, la mejor vía.
Dos huevos fritos coronados por unos copos casi ingrávidos de trufa contienen el paisaje de la tierra, le aureola del bien y del mal, la verdad y la astucia, el amor y el desconsuelo, la gloria y la humildad, la vida y la muerte de un instante esplendoroso, un raro equilibrio momentáneo entre el deseo y su satisfacción. Para entenderlo es necesario ponérselo en la boca como se come algo muy deseado, incluso en los momentos más inconfesables.
El sentido último de los sentimientos, las emociones y los placeres vale más no preguntárselo mucho. A veces los sentidos son el único sentido de las cosas, y volátiles como la trufa.
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