El sol de mediodía en Venecia, que es un sol nórdico y contenido, restalla algunos días en la fachada de la Pensione Calcina. A pesar del nombre histórico del establecimiento, hoy es un hotelito caro, situado en el muelle de las Zattere. Estucada con un delicioso ocre terroso de chocolate, la fachada se ve ennoblecida por una placa de redactado evocador. En Italia la literatura de las lápidas conmemorativas logra a veces el toque de inspiración sin perder el punto de la grandilocuencia obligada. Recuerda la estancia que realizó en el establecimiento el escritor, poeta y ensayista inglés John Ruskin, autor del famoso tratado Piedras de Venecia. Hace ya mucho tiempo que, cuando paso por delante, me detengo y la leo como quien paladea una pequeña delicia. El mármol reza: “John Ruskin abito questa casa (1877). Sacerdote dell'arte nelle nostre pietre nello nostro San Marco quasi in ogno monumento d'Italia cercó insieme l'anima dell'artefice et l'anima del popolo. Ogni
marmo ogni bronzo ogni tela ogni cosa li gridó che bellezza e religione se virtú d'uomo la susciti è riverenza de popolo l'accolga. Il Comune di Venezia riconoscente”.
marmo ogni bronzo ogni tela ogni cosa li gridó che bellezza e religione se virtú d'uomo la susciti è riverenza de popolo l'accolga. Il Comune di Venezia riconoscente”.
El libro Piedras de Venecia es un estudio de historia del arte basado en el ferviente puritanismo anglicano que profesaba Ruskin. No importa, su imaginación palpitante se vio secundada por una agudeza de observación, una sensibilidad ardiente y un estilo literario tan bien dotado que salvan el interés del libro con toda comodidad.
El prologuista de la traducción francesa de 1983, Frédéric Edelmann, dice: “Incluso sus torpezas recurrentes contribuyen a uno de los principales intereses del libro: la sensibilidad, la afirmación desesperada de esta sensibilidad. Sin ello la lectura terminaría en seguida, a la primera y más patente de sus equivocaciones, que gobiernan el conjunto del libro. ¿Cómo puede pretender demostrar la fealdad adquirida por Venecia, cuando todo el libro es un canto pasional de la ciudad?”.
Exactamente. Algunos espíritus erráticos quisieran hacer creer que la decadencia representa la definición sublimada de Venecia. No es cierto. Venecia ha debido luchar a lo largo de la historia contra múltiples invasores y su última victoria consiste en arrancar de la retina de 20 millones de visitantes anuales las imágenes de pacotilla sobre la supuesta condición de ciudad-museo agónica, sumergida un poco más cada día en la tumba de agua de su pasado. No, nada de eso.
¿Dónde radica la decadencia de esta ciudad sin un solo campo de ruinas ni ningún área cerrada al uso actual? Tras el telón de fondo de un historia esplendorosa bulle hoy un laboratorio urbano del siglo XXI, donde veneciólogos del mundo entero estudian el futuro de los centros históricos, es decir de la mayor parte de Europa.
John Ruskin encarnó de modo vibrante esa supuesta contradicción. Cada vez que paso ante la placa que recuerda su estancia en la Pensione Calcina me detengo a paladearla con vieja admiración. Sobre todo si la ilumina el sol de mediodía.
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