Ayer salimos a caminar con el amigo Josep Lloret por los alrededores agrarios del pueblo de Serra de Daró, a los pies del macizo ampurdanés del Montgrí, movidos por la convicción de que los campos del invierno no son una mesa levantada en comparación con las demás estaciones del ciclo anual. Primero fuimos a satisfacer el peaje cultural con la visita al flamante Terracotta Museu de La Bisbal y a su director Xavier Rocas. Acto seguido nos dirigmos a lo nuestro. El invierno presenta en los campos un ardor interno seguramente menos resonante, menos aparente, aunque con la misma fortaleza emocional. Las hierbas duermen. No ofrecen el mismo perfume dulce y denso, el mismo relieve alborotado ni el mismo ritmo efervescente que cuando
están a punto de segar, pero viven y se hacen notar igual, en una lección muda de lucha y esperanza por parte de la raíz dolorida de la tierra.
El equilibrio biológico no es nunca estático, no equivale a la inmovilidad. Consiste más bien en la vida cocinada a fuego bajo y sin parar de remover. El invierno en el campo no tiene nada de acento pictórico agotado, menos aun de derrota o muerte Aparentemente adormecido en una santa paz, ansía como cualquier otra estación. No es ninguna forja oscura y enjaulada del corazón de las tinieblas. Tal vez se siente algo más cansado, pero también se muestra resistente, deductivo, obstinado.
están a punto de segar, pero viven y se hacen notar igual, en una lección muda de lucha y esperanza por parte de la raíz dolorida de la tierra.
El equilibrio biológico no es nunca estático, no equivale a la inmovilidad. Consiste más bien en la vida cocinada a fuego bajo y sin parar de remover. El invierno en el campo no tiene nada de acento pictórico agotado, menos aun de derrota o muerte Aparentemente adormecido en una santa paz, ansía como cualquier otra estación. No es ninguna forja oscura y enjaulada del corazón de las tinieblas. Tal vez se siente algo más cansado, pero también se muestra resistente, deductivo, obstinado.
No todas las emociones terrenales tienen que ser abrasadoras, arrebatadas, deslumbrantes. También las hay pacientes, serenas, ralentizadas y no por eso menos apetitosas. El silencio invernal de los campos aparece como una rumiación dulce, ingrávida, anónima como una verdad en bruto.
El deslumbramiento que causa es más interior y reposado que hormonal y compulsivo. Lo que exhibe no es la insolencia adolescente de la fuerza sobrada, sino el eterno impulso del rebrote de la vida a través del laberinto de la orfandad y el despojamiento. El invierno es una estación vigorosa como cualquier otra, con el mérito añadido de la esperanza que invierte en que las cosas pueden mejorar.
Ayer me pareció ver, caminando por los campos de Serra de Daró, el paganismo espontáneo de la desnudez de la naturaleza, su alta sensibilidad cromática, la misma masa corporal cálida y carnosa que el resto del año, una gama de volúmenes igual de palpitantes. Quizás todo ello se encuentre en un estado más crudo y algebraico, aunque también mantenía un tono rítmico preciso, el presentimiento de una caricia.
Cuando el gusanillo del estómago nos puso un toque de alerta a nuestras figuraciones, dirigimos los pasos hacia la mesa de Can Casadellà. Dudo mucho que en todo país se coman mejores caracoles, cabrito y recuit casero que en este establecimiento de las afueras agrarias de Serra de Daró, más aun en la santa paz de entre semana, en invierno.
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