Ayer me invitaron a la inauguración de la exposición fotográfica de Xavier Miserachs en La Pedrera, comisariada por Laura Terré. En 2011 la familia cedió al Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA) su archivo de 80.000 fotos a cambio de restaurarlas, clasificarlas, digitalizarlas y exhibirlas. Cuatro años después el MACBA abrió la temporada con una discutida exposición de fotos de Miserachs, ya que se recortaron y sacaron de contexto dentro de la escenografía expositiva. La inaugurada ayer pone las cosas ampliamente en su sitio. Tuve la fortuna de viajar con Xavier Miserachs para elaborar nuestros libros Les altres capitals (1989), Passeig de mar (1990) y Metros i metròpolis (1990). El primero nos llevó a San Petersburgo cuando aun se llamaba Leningrado, a Colonia, Milán y Montpellier. El segundo por toda la costa catalana, del delta del Ebro a Collioure. El tercero nos llevó a dar la “vuelta al mundo en metro”, para describir sobre el terreno los metros de Berlín, Budapest, El Cairo, Caracas, Lille, Londres, Madrid, México DF, Moscú, Nueva York, París, Singapur, Tokio, Vancouver y Washington. El mejor de todos los viajes fue su amistad, su conversación durante las horas vacantes que el trabajo nos ofrecía en cualquier rincón de mundo.
Al su lado aprendí mucho sobre dos agudezas importantes: el arte de mirar y el arte de conversar. Siempre hicimos juntos la tarea de cada viaje, no cada uno por su lado, seguramente porque valorábamos la compañía.
A veces él se ensimismaba largo rato ante un escenario que a mi me inspiraba poco y me lo tomaba con paciencia. Otras veces ocurría a la inversa. Echo mucho de menos los viajes, el trabajo y las sobremesas con Xavier Miserachs.
Al su lado aprendí mucho sobre dos agudezas importantes: el arte de mirar y el arte de conversar. Siempre hicimos juntos la tarea de cada viaje, no cada uno por su lado, seguramente porque valorábamos la compañía.
A veces él se ensimismaba largo rato ante un escenario que a mi me inspiraba poco y me lo tomaba con paciencia. Otras veces ocurría a la inversa. Echo mucho de menos los viajes, el trabajo y las sobremesas con Xavier Miserachs.
Era un partidario confeso del fotoperiodismo, poco amante de manipulaciones artísticas de la fotografía. También era un amigo de sus numerosos amigos. La noche de plenilunio del 11 de julio de 1987 convocó, con la ayuda de los servicios de intendencia del Up&Down barcelonés, una saturnal de aquellos numerosos amigos en la playita de Illa Roja (Begur) para celebrar sus 50 años cerca de donde vivía y donde solía bañarse y tomar el sol.
La recóndita Illa Roja es los días de verano una playa nudista, las noches del resto del año una playa desnuda. Logró que 500 personas congregadas con un vaso de whisky entre los dedos no desentonaran en un escenario natural de personalidad marcada, que habría podido resultar fácilmente antagónico con la concurrencia de aquel sueño de una noche de verano.
El culto del anfitrión a la amistad, al lugar y al buen gusto culminaron una fiesta tan redonda como la luna que la presidió. Mientras deambulaba con mi vaso de whisky entre los dedos y un punto de incredulidad en los ojos, me rendí a la evidencia de que aquello era el destilado de muchas amistades y muchas fiestas, en una síntesis que solo él podía alcanzar. Xavier Miserachs no tomó la foto de aquella fiesta, aunque todos los asistentes la tenemos grabada en la retina y lleva su rúbrica.
Diez años después, un día de la Semana Santa de 1998, mientras charlábamos en su casa ampurdanesa de Esclanyà (Begur), me comunicó que le acababan de diagnosticar un cáncer de pulmón. Cuatro meses más tarde celebramos su funeral en la plaza del pueblo.
Quiso que constituyera otra fiesta de amigos en la localidad de adopción, que todos tuviéramos de nuevo una copa entre los dedos, que se escuchase música de jazz y que solo se pronunciasen algunos parlamentos mesurados, entre los que el mío tampoco escapó al mínimo de lágrimas que él deseó impedir.
Quiso que constituyera otra fiesta de amigos en la localidad de adopción, que todos tuviéramos de nuevo una copa entre los dedos, que se escuchase música de jazz y que solo se pronunciasen algunos parlamentos mesurados, entre los que el mío tampoco escapó al mínimo de lágrimas que él deseó impedir.
Hoy el afortunado camino de ronda litoral entre Calella de Palafrugell y Llafranc lleva oficialmente su nombre. Para mi también lo llevan la playita de Illa Roja y las fotos inolvidables que ahora se exponen en La Pedrera.
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