Las épocas en que ocupé algún cargo me tocaba acudir cada mes de julio al desfile de la feria de vanidades del Palacio de la Magdalena en Santander, donde la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo reúne un florilegio de sabios de cada ramo en un lugar asomado con elegancia a la bellísima bahía de la capital cántabra. Una proporción de asistentes dominaba visiblemente el arte de los pasillos, las palmaditas en la espalda y las cenas de compromiso. Por mi lado procuraba cumplir, aunque me escapaba a la primera ocasión a tomar el aire por el paseo en cornisa de la playa del Sardinero y a presentar mis íntimos respetos a uno de los pocos monumentos dedicados en este país a un bolerista. Se trata del busto erigido a la memoria del
popular cantante de origen valenciano Jorge Sepúlveda, inolvidable intérprete del bolero “Santander” y de aquel otro: “Bajo el palio sonrosado de la luz crepuscular, mirando al mar soñé”....
popular cantante de origen valenciano Jorge Sepúlveda, inolvidable intérprete del bolero “Santander” y de aquel otro: “Bajo el palio sonrosado de la luz crepuscular, mirando al mar soñé”....
En las sesiones del Palacio de la Magdalena escuchaba con frecuencia cosas más triviales y más largas. El busto no se distingue por el acierto estético, pero a mi me apetecía abandonar un rato el aula, estirar las piernas y acudir a saludarlo. Siempre he considerado que los boleros son algo tan importante como las sesiones académicas, a veces más.
En Barcelona también hay dos pequeños monumentos, más arrinconados que el de Santander, a sendos cantantes populares. Antonio Machín dispone un monolito con medallón de bronce que reproduce su efigie en un ángulo de la plaza Vicenç Martorell del Raval. Carlos Gardel tiene otro monólito sin medallón en los jardines de la confluencia de la Avenida de Sarriá con la calle Buenos Aires. Ambos se encuentran muy amenazados por el crecimiento de la vegetación y reclaman un mantenimiento más considerado.
Las músicas y las letras de los boleros marcaron época. Luego se mediocrizaron, como un molde repetido sin talento. De vez en cuando emergen de nuevo por sorpresa con toda la calidad allí donde menos se les espera. Fue el caso de los “Free boleros” de Tete Montoliu y Mayte Martín, editados en CD en 1996.
Las personas que ignoran la categoría moral de las pasiones piensan con desdén que son baladas de sacarina despachadas mediante cuatro tópicos románticos. Se equivocan. Algunas de las más sólidas fulguraciones del amor y el desamor se han forjado en la ebanistería de los boleros. De hecho, las únicas descripciones del amor que alcanzo a entender un poco las encuentro en los boleros, género de altura irrevocable a la hora de describir en tres o cuatro minutos cómo se articula la sustancia de los instantes sobresaltados por los enigmas del amor y dibujar la rectitud tan curvilínia de algunos lujos del espíritu.
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