Ayer fuimos a dar una vuelta al puerto de Arenys de Mar, impelidos de entrada por una visión efusiva de las cosas. Lucía un día radiante en los rials de Sinera. A pesar de las recientes obras de mejora (la desembocadura del Rial del Bareu ha sido cubierta, la plaza de las Palmeras reurbanizada, el restaurante del Pòsit y el antiguo merendero Martínez reinaugurados y el Club Náutico autorizado a ampliar amarres), el paseo en el recinto del puerto arenyense aun carece de la brizna indispensable de poética, un toque de gracia que invite a recorrerlo con una alegría propia. La caminata se nos hizo escéptica como una hamburguesa de tofu,
desnatada como un yogurt de régimen riguroso.
La dársena pesquera conserva 56 embarcaciones y emplea a 202 pescadores, el mismo número de trabajadores que en los restaurantes de la zona portuaria. Mantiene el problema endémico de los desplazamientos de arena después de los temporales, a raíz de la construcción del rosario de puertos llamados deportivos. Es preciso dragar la bocana de este puerto y trasladar la arena a las playas vecinas de Malgrat y Blanes, dentro de un esfuerzo ministerial parecido al empeño de Sísifo. También permanece en el limbo el proyecto de convertir la carretera Nacional II en paseo marítimo, a lo largo de los 54 km del frente litoral entre Montgat y Palafolls, de una intensidad viaria y una siniestralidad de las más altas de Catalunya.
Después del paseo portuario sin más alicientes que los que ya llevábamos puestos, nos refugiamos en el restaurante Casa Poncio, abierto en 2005 sobre esta carretera que debería ser paseo marítimo por Poncio Mora Pérez, después de trabajar desde los 14 años como camarero. Se nutre puntualmente de la lonja de pescado y marisco fresco de la localidad, como la mayoría de los demás de la zona.
Aquí acertamos de pleno. Poncio nos ofreció un cabracho de buena medida, como quien dice medio vivo todavía, procedente del puerto pesquero de enfrente mismo. Era una pieza de lucimiento. No se limitó a pasarla delicadamente por el horno con unas patatas esmaltadas. Le puso un toque de iniciativa propia.
Como entrante nos sirvió la cabeza y la espina del cabracho troceadas y portentosamente fritas, para mayor alegría de los amantes de apurar con los dedos. Al momento del plato fuerte, el lomo carnoso de la pieza fresquísima se situó en un punto de excelencia impecable, sin embargo la originalidad y la intrepidez de la fritura previa de espinas lo superó con un toque de irreverencia desconocida, chispeante, imaginativa, con aquel punto de poética evocadora y energía emotiva que echamos de menos durante el anticlímax del recorrido del puerto.
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