23 abr 2019

Los naranjos de mi calle y las vueltas tan extrañas del destino

En la calle donde vivo los servicios municipales plantaron naranjos en hilera, de perenne hoja reluciente y fruto luminoso. Es un árbol melódico, incluso en su nombre de Citrus aurantium. Los he visto arraigar como quien ve crecer a los hijos. El ejemplar situado justo enfrente de mi portal és uno de los que ha crecido con mayor decisión, de modo que levanta su copa casi hasta mi balcón, en un segundo piso. Las precoces flores blancas que se convertirán en naranjas rollizas engendran el milagro anual, cuando la fragancia fresca, la esencia pura de la flor del azahar penetra por la puerta abierta del balcón del comedor. Entonces compruebo que se ha instalado la primavera un año más. Lo ignoraba todo del aroma vivo de la flor del
azahar hasta que trabajé un verano de becario en la redacción del diario ABC de Sevilla. Allí aprendí algunas cosas de primera importancia, empezando por la embriaguez sensual de la flor del azahar que ahora tengo delante de casa, dentro de casa.
En Sevilla escogí el turno de noche, el de mayor intensidad de trabajo. La redacción se encontraba fuera del centro de la ciudad y no había transporte público para regresar a casa a la hora en que terminábamos. El diario ponía un coche con chófer de la empresa para conducirnos. Sin embargo no podía dejarme en el portal de mi domicilio porque vivía en pleno barrio histórico de Santa Cruz, cerrado a la circulación rodada. Me dejaba en la esquina de los Reales Alcázares y cada madrugada recorría a pie el dédalo de callejuelas que unen la plaza de Doña Elvira con la calle del Agua, donde me alojaba.
Mis pasos resonaban en la calma de la noche y procuraba acompasarlos con el rumor de la fuente de la plaza. A aquella hora los pasos y los surtidores retumban en el barrio de Santa Cruz con un sonido cristalino, suavísimo, solitario, acompañado por la tibieza que emana de jazmines y azahares, limoneros y alcaparros, magnolios y albahaca, glicinas y almizcle.
Sevilla era una ciudad de olores vivísimos, aunque estas cosas no se aprecien cuando se está a punto de cumplir dieciocho años y de ganar el premio Pulitzer. Tan solo reaparecen al cabo de mucho tiempo, al darme cuenta de que nunca más ningún diario no me ha conducido de madrugada a casa en coche de la empresa, que no he encontrado en todo el mundo otro barrio como el de Santa Cruz ni otra plaza como la de Doña Elvira, que de todo aquello hace ya cincuenta años y no he ganado el premio Pulitzer.
La embriaguez urbana del azahar me dejó un vacío en el curriculum, hasta que muchos años después plantaron naranjos en mi calle y la reencontré sin esperarlo. El destino, a veces, es un enigma propicio.

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