Ambientada a comienzos del siglo XX, la superproducción cinematográfica Downton Abbey recién estrenada es una película extraordinariamente bien hecha y muy agradable de ver. Lástima que su elegía idealizada de la vieja aristocracia terrateniente inglesa sea tan falsa, manipuladora, indecente. Bajo una apariencia de personajes de lo más amables, presenta con complacencia un feudalismo enriquecido hasta el lujo por la explotación exterior (el Imperio colonial) y también interior (la mísera clase trabajadora retratada en las novelas de Dickens). No solo la presenta en todo el esplendor, se complace con la nostalgia de los
buenos viejos tiempos de la desigualdad extrema, el orgullo de la clase alta convencida de su superioridad que no volverá de la misma forma, pero sí de otra puesta al día y todavía más desigual.
buenos viejos tiempos de la desigualdad extrema, el orgullo de la clase alta convencida de su superioridad que no volverá de la misma forma, pero sí de otra puesta al día y todavía más desigual.
La sacarina cinematográfica de alta calidad de Downton Abbey resulta cínicamente tramposa, como si constituyera la réplica de las películas que suele rodar el director Ken Loach para sumergirnos en a Inglaterra real, multicultural y explotada sin miramientos, ayer y hoy. La vieja aristocracia de los lujosos castillos, los títulos nobiliarios, los privilegios de la riqueza meramente heredada, los grandes colegios privados y el acento fonètico distintivo aparece en la película integrada por bellísimas personas dotadas de todas las virtudes, incluso la de tratar al numeroso personal de servicio con “humanidad” y, de vez en cuando, aceptar que algún miembro de clase inferior se introduzca por matrimonio en el linaje.
La tarea del director, el guionista y los actores de Dowton Abbey es sencillamente admirable, los paisajes del country side insuperables, los decorados fastuosos, los vestuarios deslumbrantes. Es una película para disfrutar con la mentira histórica, no para creérsela.
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