A mi llegada en pleno invierno a Estocolmo, encontré a los amigos suecos desconcertados porque no nevaba como antes. Helaba como siempre, con vehemencia, pero no nevaba. A mi el hecho no me habría llamado la atención especialmente, en cambio la explicación que me dieron sí. Lo que les preocupaba era que, por lo general, la capa de nieve reverbera y aguza la avara luz de día del invierno escandinavo, duplica el efecto visual de los rayos de sol que los suecos cuentan casi como los céntimos en la libreta de ahorro. La incomparecencia de la nieve contribuía a los tonos letárgicos del paisaje desprovisto de la capa de blancura. Sin nieve se
encontraban más apagados, desdeñados, inseguros.
encontraban más apagados, desdeñados, inseguros.
Me intrigó el culto de los suecos por la claridad de día, como si fuese el eje sobre el que pivota su tono vital, convertidos en más adoradores del sol que los sicilianos o los polinesios porque saben lo que cuesta divorciarse de él. No se adaptan a las noches blancas ni al crepúsculo de mediodía. Se aferran al sentido común meteorológico y esa inadaptación les redime.
La resistencia a aceptar la realidad les preserva de sumarse a la anomalía. Practican una teología del sol, de modo que las fiestas más señaladas son el solsticio de verano, que marca el arranque del poético incordio de las noches blancas, y el solsticio de invierno como entrada a la otra expresión pendular del desajuste: el prematuro crepúsculo cotidiano.
La resistencia a aceptar la realidad les preserva de sumarse a la anomalía. Practican una teología del sol, de modo que las fiestas más señaladas son el solsticio de verano, que marca el arranque del poético incordio de las noches blancas, y el solsticio de invierno como entrada a la otra expresión pendular del desajuste: el prematuro crepúsculo cotidiano.
El sol sale cada día también para los suecos, al margen de la rapidez con que cambia de opinión. Contemplé Estocolmo a pleno sol en invierno, un sol luminoso y satisfecho, ni que fuese escandalosamente oblicuo, huidizo y con el termostato averiado. El cielo escandinavo es un maestro en matizar el prodigio de la luz natural mucho más allá de la simplicidad básica del blanco o el negro. La maestría consiste en el arte de apreciar un bien escaso que la cultura greco-latina no necesita medir.
Nada de la capital sueca me pareció tan característico como su luz, el abanico de claridades convertido en una cultura. Han hecho de la luz una ilusión que, como todas las ilusiones, despierta una complicidad enternecida. Afortunados los pobres en luz, porque saben apreciar su vitalidad y sus matices infinitos.
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