Hoy se cumplen cincuenta años de la muerte de Josep Carner en Bruselas, el 4 de junio de 1970, a los 86 años. Yo residía en la capital belga como joven periodista desde enero del año anterior y asistí un par de veces a la ceremonia del te con pastas que su mujer Emilie Noulet organizaba con deferencia para los estudiantes catalanes en el domicilio del matrimonio con motivo de cada cumpleaños del poeta en febrero, para que se sintiera acompañado por nuevas generaciones. Le entrevisté en dos ocasiones (en el semanario Tele/estel del 14 de marzo de 1969 y en Oriflama de marzo del 1970), justo antes de su controvertido retorno a Catalunya para una corta estancia. Falleció quince días después de reintegrarse al domicilio
bruselense. En el entierro en el cementerio de Uccle, el distrito donde vivía, el coronel exiliado Frederic Escofet pronunció ante el ataúd el discurso fúnebre, admirable pieza de oratoria como solo sabían lograr los educados durante la República.
bruselense. En el entierro en el cementerio de Uccle, el distrito donde vivía, el coronel exiliado Frederic Escofet pronunció ante el ataúd el discurso fúnebre, admirable pieza de oratoria como solo sabían lograr los educados durante la República.
La crónica del sepelio que mandé al diario barcelonés Tele/eXprés por encargo del director Manuel Ibáñez Escofet no pudo publicarse por las alusiones en el texto a la asistencia del presidente de la Generalitat de Catalunya en el exilio, Josep Tarradellas, según me informaron más adelante.
El abismo generacional era absoluto entre aquellos jóvenes estudiantes catalanes criados bajo el franquismo y el anciano poeta, como lo era el respeto hacia su figura. Muchos de nosotros, con la salvedad de Jem Cabanes, no habíamos leído ni una página suya, pero hoy sabemos recitar conmovidos, con una agudeza de comprensión amasada entonces, su poema “Bélgica” y somos conscientes de haber conocido en persona a un titán.
me agradaría envejecer en un país
donde la luz se filtrase cual sonrisa amarilla, grisácea,
y prados hubiera con ojos de agua y aceras
ornadas de olmos, arces y perales;
vivir en paz, nunca señalado,
en una nación de buenas gentes unidas,
cual corazón junto a corazón, ciudad junto a ciudad,
y calles y faroles avanzando por el césped.
Cielo y nubes, dóciles o crueles,
cautivos quedarían en canales de trémula agua,
toda ella deseo de reflejar a las estrellas.
Me gustaría hacerme viejo en una ciudad
con soldados no muy de veras,
donde todos se enterneciesen con música y pintura
o con el bello árbol japonés en flor,
donde el niño y el obrero nunca inspiraran tristeza,
donde viéseis unos interiores humanizados
por las pipas, las charlas y la hospitalidad,
con flores ardientes cual magnífica sorpresa,
incluso en los días más fríos.
Y a menudo, junto a un portal de iglesia,
habría pintoresco, un mercado famoso,
con el botín del mar, con los dones de la tierra,
todo abundante para todos.
. . . . . . . . . .
De mucho, desierto; de mucho, ayuno,
en medio de los demás viviría, un poco en cada uno.
Mas nadie a nadie
habría de temer, de seguir su vía.
Por azar conocería un viejo jardín
recoleto, de cristalino surtidor,
con peces de oro que dan más alegría.
De mí dirían niños con migas de pan en la mano:
- Es el señor de cada día.
(versión de José Batlló)
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