No es frecuente leer en el diario La Vanguardia un titular a toda página como el siguiente: “La religión es básicamente algo malo que hay que reducir al mínimo". La pronunció el otro día el novelista Eduardo Mendoza a raíz de la publicación de su último libro Las barbas del profeta y habría sido impensable décadas atrás convertirla en titular de ningún diario de aquí. Refleja un rápido cambio de la mentalidad social. La religión no ha sido nunca una cuestión exclusivamente espiritual ni una opción totalmente libre, sino un elemento de identificación de quienes se adscriben a cada una de ellas y un instrumento de dominio por parte de sus jerarquías. Hace algunos siglos --no muchos-- las llamadas guerras de religión o guerras santas causaron extensas y persistentes matanzas. Hace algunas décadas --no muchas-- la religión católica era impuesta sin contemplaciones por el franquismo. El dominio religioso ha cedido terreno aquí en poco tiempo a una democratización. Según las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas, tan solo la mitad de los catalanes se declaran hoy católicos. Es el fruto de una larga y cruenta lucha por la libertad en este campo.
La pulsión atávica de los humanos a invocar algún poder sobrenatural misterioso, absoluto, todopoderoso, infalible e intocable ha sido utilizada para reforzar los poderes completamente terrenales. Hay otra religión más importante que las demás en el mundo de hoy: el laicismo de los partidarios de la libertad de conciencia y la separación entre el poder civil y el religioso. (foto adjunta tomada en París)
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