28 oct 2020

Desnudez y grandeza de playa libre de Garbet

Mantengo una vieja inclinación por la playa en otoño, por ejemplo esta de Garbet, entre Llançà y Colera. El apeadero del tren se encuentra fuera de servicio y “corpore in sepulto”, todo lo demás está lleno de vida. La playa de Garbet siempre ha sido vista y usada como espacio natural, sin más impuesto de lujo que el de la naturaleza virgen y gratuita. La montaña del Puig d’Esquers se ensancha hasta el mar y la hondonada, tapizada de bancales de viña, forma la bahía cerrada, delimitada por el terraplén de la vía del tren de Francia. En la playa de guijarros y grava, perfumada por el romero silvestre, cada ola parece emitir un ronroneo de ternura. Había el camping Garbet y un chiringuito que abrieron 1948 Álvaro Boada y su mujer Josefa Ferrús para servir ensaladas, calamares y paellas, posteriormente sofisticado. Ahora ya no están.
El usufructo popular de la playa de Garbet tenía un espontáneo sello de distinción que los aristócratas no pueden compartir, como un halo fuera de lo ordinario. El punto infinitesimal de Garbet es más que el espacio geográfico de una playa deshabitada y sin edificar, más incluso que la cuna de algunas de mis ilusiones de libertad en la arena. Es mi gota vivida del Mediterráneo y representa una forma de ver el mundo.
Su belleza austera es capaz de elevar las sensaciones al enorme placer del hallazgo y la revelación. La sencillez comprometida con la realidad --crítica, reflexiva, sentimental-- no es un punto de partida apocado, sino que en ocasiones afortunadas como esta representa una culminación elaborada. La desnudez a veces es una grandeza. El otro día le comenté a un colega del lugar que este playa merecería un librito crítico, reflexivo y sentimental como ella.


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