7 abr 2014

Aquello tan discutible llamado “París y el desierto francés”

Todas las tradiciones han comenzado en algún momento por una crisis, una ruptura de la tradición anterior, una innovación o una herejía. París y el desierto francés fue el título de un libro de geografía publicado por Jean-François Gravier en 1947. Se ha convertido en expresión corriente para designar la macrocefalia, la hinchazón, la fuerza centrípeta del centralismo parisino. Otros especialistas han contestado esa visión. El geógrafo Henri Mendrars deducía en el libro colectivo La Sagesse et le désordre: “Por lo tanto el famoso ‘desierto francés’ no existe ni ha existido nunca. Nos hallamos a finales del siglo XX con 22 millones de rurales como a finales del siglo XVIII, aproximadamente,
tras la fuerte sobrepoblación del siglo XIX. La trama del territorio en ‘comarcas’ articuladas por pequeñas villas se mantiene esencialmente sin cambios casi en todas partes. Los pueblos agrícolas se han despoblado, en compensación las pequeñas villas han aumentado en población”. 
Debe ser así desde un punto de vista puntillosamente demográfico o geográfico, sin embargo la expresión “París y el desierto francés” no se refería solamente a la distribución de la población, sino al papel que París juega en la toma de decisiones frente a la diversidad del territorio. El uniformismo, el unitarismo, el centralismo no es tan solo un concepto geográfico o político. También es mental, de mentalidad. 
Josep Pla aludía a ello en 1951 en el semanario Destino, en un artículo dedicado a André Gide, posteriormente traducido e incorporado al volumen 33 de la Obra Completa: “En su persona se concentraba toda la admirable diversidad francesa –esta diversidad que constituye la Francia real y sobre la que se ha montado el papeleo administrativo de la unidad política. Fue un adversario de la unidad porque consideró que la vida es contraste, disparidad, dialéctica, convivencia de tendencias opuestas. El hombre que sabe mantener en sí mismo elementos contradictorios activos puede alcanzar un cierto rendimiento. El conformismo, la adhesión, la devoción (hablo en el terreno laico) significan la esterilidad y el agotamiento. Gide me confirmó una vez más que los hombres que admiten la diversidad y la discusión suelen ser de buen trato, y que quienes creen que todo es uno y lo mismo son violentos y tienen siempre la estaca a punto. Esta es una paradoja de gran rendimiento para comprender la vida”. 
Fernand Braudel abordó en 1986, en su laureada madurez, la elaboración del libro La identidad de Francia, tras triunfar desde 1949 con El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II y en 1979 con Civilización material y capitalismo. Apuntaba ahora de entrada, a modo de advertencia: “Cuando los geógrafos, los historiadores, los economistas, los sociólogos, los ensayistas, los antropólogos y los politicólogos se ponen de acuerdo en constatar la diversidad francesa, incluso cuando lo hacen con cierto placer o apetencia, es para marcar una reverencia y acto seguido dar la espalda e interesase tan solo por la Francia una. Como si se tratase de desviar la mirada de lo accesorio o elemental para reorientar-a hacia lo esencial: no la diversidad sino la unidad, no la realidad sino el deseo, no las fuerzas hostiles o extranjeras a París sino la historia de Francia reconducida hacia su recta línea nacional”. 
En realidad esta es la sensación que procura también el libro de Braudel, au demeurant. Su despliegue mastodóntico de datos de detalle sobre la diversidad francesa se escapa muy poco del ronroneo de fondo, insorteable, de la “recta línea nacional”. 
Así, al abordar la macrocefalia parisina, Braudel le encuentra su explicación: “Es cierto que la preeminencia de la Francia de oil [la del norte] ha marcado nuestro país con el sello de una distorsión, una disimetría casi catastrófica. Sin embargo me pregunto si habría sido distinto con una Francia centrada por Ruán, per Lyon o Toulouse. Toda unidad nacional es superestructura, una red lanzada sobre regiones dispares. La red desemboca en la mano de quien la empuña, en un centro privilegiado. La desigualdad se instala entonces por sí sola. Me pregunto si ha existido en todo el mundo una sola nación que no sea asimétrica. Queda por saber si habría sido posible –creo que no—prescindir del estado unitario, vivir tan solo a escala de las regiones. Fueron autónomas, dominantes durante un tiempo, después van dejaron lógicamente de serlo. Yo creo en una cierta lógica de las naciones”. 
La historia oficial pretende asentar que París ya fue proclamada capital del reino per Clodoveo el año 508, aunque se abstiene de añadir que hasta más de diez siglos después la corte no se instaló de forma estable. La corona y la corte de Francia siempre fueron itinerantes, nómadas, incluso cuando los Tudor ya se habían afincado definitivamente en Londres o Felipe II en Madrid y su Escorial. 
Los reyes Capetos no tenían una capital. La corte disponía de dos polos urbanos principales, París y Orleans, hasta que empezó a privilegiar a uno. La primera piedra de la catedral de Nôtre-Dame data del año 1072, la finalización de 1320. París sumaba unos 200.000 habitantes alrededor del año 1300, un volumen sin comparación en Europa, una auténtica capital política, económica, universitaria y artística. 
La historia nacionalista romántica de los Estado-nación ha abusado del concepto de “país” como entidad política de origen reculado. En realidad cada país solo fue durante muchos siglos un conjunto heterogéneo de territorios laxamente gobernados por la combinación cambiante entre dinastías hereditarias locales y supralocales. El discurso de los Estado-nación coincide con el apogeo del nacionalismo y sigue vigente en las mentalidades de hoy. 
En cualquier país cada época y cada régimen político configura su manera de presentar la historia, el pasado, los mitos nacionales. El inconsciente colectivo lo absorbe y solamente pone al día con mucha lentitud las visiones convertidas en anacrónicas, aunque tradicionales y cómodamente asentadas. Las exageraciones del patriotismo se corrigen con un goteo muy fino de espíritu crítico. Los Estados-nación han sido especialistas del moderno discurso histórico nacionalista de conveniencia, sobre todo a través del sistema escolar generalizado y los medios de comunicación. Su eje se basa de forma sistemática en la monomanía de la unidad nacional, en lugar de la diversidad dentro de un conjunto que no sería preciso uniformizar forzosamente. 
Como la mayoría de libros de mi siempre releído Josep Pla, sus Pequeños ensayos sobre Francia son un galimatías verborreico, escrito a voleo, sin orden ni concierto, con contradicciones continuas entre un párrafo y el siguiente, aunque también trufados de fragmentos de una perspicaz y aguda genialidad. En el volumen Sobre París y Francia, escribe a propósito de la cruzada contra los cátaros que proporcionó al rey Luís VIII la anexión del Languedoc, aunque muriese de enfermedad en el camino de regreso hacia París: “La Cruzada, con toda su impresionante brutalidad, convirtió a un país rico, equilibrado, floreciente, y a una sociedad amable y cultivada, en un campo vastísimo de ruinas, en una sociedad desangrada y enloquecida. Tuvieron que pasar siglos hasta que el país lograra rehacerse, es decir que la absorción se produjo después de haber sido creadas las condiciones del provincianismo más real y auténtico”. 
Es lo que se ha llamado, tan discutiblemente, “París y el desierto francés”.

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