La operación de sofisticar la imagen del vino y convertirlo en una moda elitista a precios prohibitivos responde a una idea muy simple: producir menos y ganar más. El perdedor de la operación es la gente, la costumbre de beber vino dentro de la dieta diaria de todas las clases sociales.
El vino ha perdido la batalla de la cotidianidad. Los productores empiezan ahora a alarmarse ante la rapacidad de la tendencia, como casi todas las que responden exclusivamente a la “lógica” de los mercados. Llegan tarde, porque la tendencia que
impusieron mediante su política de precios se ha consumado: hemos pasado de ochenta litros a dieciocho de media anual de consumo de vino por persona en el conjunto de España, pese a que la producción del país sea de 40 millones de hectolitros anuales: tercer productor mundial, tercer exportador y primero en extensión de viña plantada (1’1 millones de hectáreas).
El vino elitista se defiende solo y dispone de muchos mecanismos de promoción, gracias a los márgenes de beneficio que proporciona. En cambio, la defensa de la honradez del vino de cada día necesita ser reclamada de nuevo. Su margen de beneficio radica en la amplia difusión i esta se ha visto arrasada por una determinada política comercial, por la filoxera de los precios, por la sofisticación mal entendida, por el falso lujo.
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